Pocas voces igualan el profundo conocimiento del mundo eslavo y la capacidad narrativa y divulgadora del historiador alemán Karl Schlögel (Allgäu, 1948). Como me explicaba el profesor José María Faraldo –uno de los pocos verdaderos especialistas españoles, autor de dos libros recientes: Sociedad Z. La Rusia de Vladimir Putin (Báltica, 2022) y Rusofobia (Catarata, 2023)—, esta obsesión por saber y entender habrían llevado al entonces joven historiador alemán a protagonizar aventuras como la de atravesar la inmensidad soviética haciendo autostop, empalmando camioneros capaces de recitarle poemas enteros de Pushkin o fragmentos de Chéjov con un descubrimiento a pie de calle del impacto de los grandes hechos históricos sobre la cotidianidad.

Superado aquel atrevimiento juvenil iniciático, descartada la faceta como traductor y periodista, y ya con una posición académica consolidada como catedrático (primero en la Universidad de Constanza y después en la Viadrina de Frankfurt), ha construido desde la historia cultural y volumen a volumen una sólida interpretación del último siglo ruso-soviético. Al socaire de este prestigio y coincidiendo con la actual guerra en el extremo oriental de Europa, Acantilado acaba de recuperar su Ucrania, encrucijada de culturas (traducción de José Aníbal Campos). Publicado originalmente en 2015, Schlögel analizaba la convivencia entre las diferentes herencias civilizadoras en el rompeolas urbano personificado, como se advierte en el subtítulo, en ocho ciudades: Kiev, Odesa, Yalta, Járkov, Dnipró, Donetsk, Chernígov y Leópolis.

Consciente de que este gran país «no ha existido para nosotros, o lo ha hecho sólo como una realidad marginal», la aproximación buscaba la analogía, presentando Ucrania como un tipo de Europa en miniatura: profundas raíces históricas, mezcla (no siempre pacífica, ni tampoco siempre conflictiva) de culturas, zarandeada por sucesivas potencias, multiétnica y plurinacional, víctima de lo peor y protagonista de lo mejor. Esta vindicación de su valor intrínseco tomaba, además, un sentido de advertencia ante la tentación de pensar que la historia ha terminado, que la democracia siempre avanza, que las libertades se encuentran consolidadas... Para el Schlögel de entonces –y el tiempo le ha dado la razón—, Occidente no se podía permitir desentenderse de la situación ucraniana, ni pensar que la desestabilización rusa era limitada.

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