En los años 60 y 70 del siglo pasado, cuando el estructuralismo y la semiótica dominaban la escena teórica, se puso de moda hablar del cine como algo que podía «leerse» y «escribirse». ¿Cuántas veces, aun en los últimos tiempos, no habremos oído decir eso de que una película puede tener varias «lecturas»? Sin embargo, el descrédito de la escritura --incluida la literaria, que a menudo se confunde con la habilidad para redactar correctamente— ha provocado que ya a nadie le apetezca aplicar ese término a las películas, si no es con destino a libros de autoayuda o a esos talleres que pretenden enseñar cómo-escribir-un-guion.
Pero no teman, no voy a ponerme exquisito. Tampoco voy a reivindicar incondicionalmente aquellos tiempos, por otro lado tan llenos de excesos retóricos y terminológicos. Pero sí me apetece rescatar ese concepto, el de «escritura cinematográfica», en oposición a la frivolidad y la rutina que hoy imperan no solo en la mayor parte de las series, sino también en muchas de las películas que todavía sobreviven en las salas.
Insisto: no hablo de escribir un guion, sino de escribir con imágenes. La mayor parte del cine que nos llega está filmado de cualquier manera, sin orden ni concierto, acumulando planos como en cierta música se acumulan melodías-cliché o en determinada literatura se amontonan frases que igualmente se podrían encontrar en anuncios publicitarios o informativos de la televisión. Las imágenes no solo son ya omnipresentes e indistinguibles, sino también cada vez más impersonales, de manera que importa bien poco quién esté detrás de ellas. ¿Nos encaminamos a una especie de fascismo audiovisual?
En este contexto, en esta dudosa actualidad en la que solo parecen brillar los productos de la factoría Marvel, la aparición de dos películas como El maestro jardinero y Asteroid City supone, por lo menos, un pequeño respiro. He aquí un par de films con voluntad de estilo, en los que la sucesión de planos tiene un sentido y una lógica. No solo se trata de saber contar una historia, sino de hacerlo a través de una puesta en escena que, en lugar de limitarse a narrarla, intente que cada imagen resulte significativa por sí misma, tenga algo que decir incluso independientemente del relato.