En la primavera de 1974, grupos ultraderechistas boicotearon repetidamente distintas proyecciones de La prima Angélica –por aquel entonces la última película de Carlos Saura— lanzando bolsas de pintura y bombas fétidas contra la pantalla de la sala madrileña donde se proyectaba. Un par de meses más tarde, la madrugada del 11 de julio, estallaba un artefacto de fabricación casera en el vestíbulo del cine de Barcelona en el que se exhibía, provocando cuantiosos daños materiales… Según algunas informaciones, la indignación de los sectores ultra provenía de un detalle más bien nimio: Fernando Delgado, el actor que interpretaba a un exaltado falangista en el contexto de la Guerra Civil, aparecía durante buena parte del metraje con un brazo en alto, en una especie de saludo fascista permanente… por culpa de un enyesado inoportuno.

Por supuesto, las razones de fondo eran más serias y tenían que ver con el estado de nerviosismo que la progresiva eliminación de la censura estaba provocando en el franquismo más retrógrado. Pero, sea como fuere, la anécdota no deja de resultar ilustrativa de ciertas derivas del cine de Saura. Sus películas, sobrias y austeras –sobre todo vistas en el panorama de aquel cine español entregado a la comedia chocarrera y la serie B menos distinguida–, ocultaban en realidad un trasfondo socarrón, quizá heredado de su maestro Luis Buñuel, en ocasiones lindante con un surrealismo pasado a su vez por el esperpento valleinclanesco.

Todo esto viene a cuenta de las supuestas intenciones «subversivas» de aquella etapa del cine de Saura, que solo puede considerarse «político» en cuanto a algunos de los temas abordados, casi siempre la guerra civil. O más bien su recuerdo, pues en aquellos films se trataba de evocar un tiempo robado y borrado de la memoria colectiva por un régimen inmisericorde, de darle la visibilidad que hasta entonces se le había negado.

‘La caza’, Oso de Plata a la mejor dirección en el Festival de Berlín, significó el inicio de la relación de Saura con el productor Elías Querejeta.

Ya en 1966, en La caza, Saura había elaborado una transparente metáfora sobre la pervivencia de un cierto clima cainita que seguía enrareciendo la España desarrollista. El jardín de las delicias (1970) abordaba la peripecia de un empresario, víctima de un accidente de coche que lo condena a una significativa amnesia, cuya familia se empeña en devolverlo a la realidad poniendo en escena, exclusivamente para él, momentos de su turbulento pasado. En Ana y los lobos (1973), una joven llega a una gran mansión sometida al implacable control de tres hermanos obsesionados por el sexo, la religión y la violencia… La caza, que se había alzado con el Oso de Plata a la mejor dirección en el Festival de Berlín, significó el inicio de la relación de Saura con el productor Elías Querejeta, que se extendería hasta principios de los años 80 y que incluye otros grandes hitos de su filmografía, desde Peppermint Frappé (1967), una incisiva indagación sobre la naturaleza del deseo sexual masculino en el clima represivo de la dictadura, hasta Mamá cumple 100 años (1979), la inesperada, crispada secuela de Ana y los lobos.

 

Influencias de Resnais y Bergman

En sus películas con Querejeta, a menudo coescritas con Rafael Azcona –el guionista de algunas obras maestras de Berlanga, entre otros, como Plácido (1961) o El verdugo (1963)–, Saura despliega toda una serie de recursos cinematográficos que acaban vinculando la gran tradición española de la que procedía a las innovaciones que por entonces estaba introduciendo el cine de autor en Europa. Y serán cineastas como Alain Resnais o Ingmar Bergman quienes se hagan presentes en mayor medida en sus films, precisamente a cuenta de cuestiones como el tiempo, la memoria o la identidad.

Volviendo a La prima Angélica, resulta curioso que José Luis López Vázquez interprete a su personaje tanto de adulto como de niño, esto último en las escenas correspondientes a la guerra, una artimaña ya utilizada por Bergman en Fresas salvajes (1957). Igualmente, la irrupción del recuerdo, en esa y otras películas de la misma etapa, no se efectúa a través de flashbacks u otros signos de puntuación heredados del cine clásico, sino que ocurre de repente, como si el relato tuviera lugar en la mente de los personajes y no diferenciara entre presente y pasado.

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Puede que ahora, cincuenta años después, todo esto ya no sorprenda, pero hay que ponerse en la piel del espectador español de la época para entender la magnitud de tal atrevimiento: con aquellas películas de Saura –y también con las de Víctor Erice, José Luis Borau, Jaime Chávarri, Ricardo Franco…–, aquel cine que provenía de un país culturalmente devastado se estaba poniendo a la altura de las más avanzadas cinematografías europeas y se encaramaba al palmarés de los festivales más prestigiosos. En efecto, en el caso de Saura, al premio en Berlín de La caza le sucedió otro oso de plata en el mismo festival para Peppermint Frappé y el premio especial del jurado en Cannes para La prima Angélica…

 

‘Cria cuervos…’

Más allá del alegato político, en consecuencia, el cine de Saura experimenta en aquellos momentos una vertiginosa evolución estética que culminará en Cría cuervos… (1976), el primer film que realizó tras la muerte de Franco y quizá, curiosamente, el que más ha pervivido en la memoria popular, gracias sobre todo a «¿Por qué te vas?», la canción de Jeannette que se oía en una de las escenas clave y que en la época se interpretó como una alusión irónica a la desaparición del dictador. Pues Cría cuervos… no es una película fácil, ni mucho menos.

Por una parte, ahí estaba de nuevo la memoria de un tiempo brumoso, casi una pesadilla, que la mirada inquietante de Ana Torrent –la protagonista, también, de la mítica El espíritu de la colmena (1973), de Erice, igualmente producida por Querejeta— radiografiaba sin piedad ninguna. Por otra, la trama se descomponía en una estructura laberíntica, a vueltas entre el presente y el pasado, hasta poner en escena una especie de bucle temporal en el que los personajes se perdían irremediablemente, con total seguridad la representación más convincente que ha dado el cine de este país del desconcierto de la Transición.

Cría cuervos… es también una de las películas más influyentes de su autor, sobre todo en las jóvenes generaciones, hasta el punto de que cineastas como Carla Simón o Clara Roquet no dudan en reivindicarla y admitirla como una de sus mayores influencias. Pero, a la vez, su protagonismo en la filmografía de Saura –coronado por el Premio Especial del Jurado en Cannes, compartido con La marquesa de O, de Eric Rohmer– ha oscurecido un tanto injustamente el esplendor de dos de sus films posteriores, quizá aún más complejos y deslumbrantes, sobre todo porque definen a la perfección la multiforme diversidad de su filmografía.

Más allá del alegato político, el cine de Saura experimenta una vertiginosa evolución estética que culminará en ‘Cría cuervos…’ (1976), primer film que realizó tras la muerte de Franco.

En efecto, tras el éxito de Cría cuervos…, Saura se desafía a sí mismo con Elisa, vida mía (1977), a la vez la continuación lógica de su cine precedente y un salto en el vacío que, para empezar, deja de lado cualquier alusión política, se zambulle en la cuestión de la identidad y, como quien no quiere la cosa, también de la condición humana. Un viejo escritor (Fernando Rey, premio de interpretación en Cannes), que vive en una casa solitaria en medio de la meseta castellana, recibe la visita de su hija, a la que no ve desde hace tiempo, y empieza a pergeñar una novela que intenta imitar lo que podría ser el diario de ella, un texto poliédrico en el que finalmente se confunden voces y vivencias, deseos y temores…

 

Garcilaso, Calderón y Gracián

Hay bastantes probabilidades de que nunca sepamos qué es realidad y qué es ficción en este film hipnótico, en el que se reescriben películas como Persona (1966), de Bergman, para ponerse a la altura de Providence (1977), el film que Resnais dirigió más o menos al mismo tiempo, igualmente sobre la memoria y su relación con la escritura. Y es eso, claro está, lo que despliega el poder de fascinación de la película, todavía hoy intacto, que de paso deja al descubierto el bagaje cultural del cine de Saura, estrechamente relacionado con una cierta tradición española: mientras el título es una cita de Garcilaso de la Vega, algunas escenas reproducen fragmentos de El gran teatro del mundo, de Calderón de la Barca, al tiempo que el protagonista lee a Gracián. Pues, de hecho, el tiempo y la muerte –los dos grandes temas del Barroco– son también los de Elisa, vida mía.

La última película de Saura producida por Querejeta es Deprisa, deprisa (1981), que podría sugerir un regreso a su primer largometraje, Los golfos (1960), portaestandarte del Nuevo Cine Español de los años 60. Pero no se trata de eso. La carrera del cineasta es tan larga que atraviesa varios periodos y aborda registros muy distintos, de manera que el supuesto realismo de Los golfos acaba descubriendo su verdadero rostro veinte años después en Deprisa, deprisa, un film sobre la delincuencia juvenil donde los jóvenes protagonistas son contemplados como las ruinas prematuras de un tiempo que no cumplió sus promesas.

En ‘Deprisa, deprisa’, film sobre la delincuencia juvenil, los jóvenes protagonistas son contemplados como las ruinas prematuras de un tiempo que no cumplió sus promesas.

Melancólica y estilizada, la película resume muchas cosas de la filmografía de Saura, la anterior pero también la posterior. El final del franquismo y la Transición parecen estar culminando en un gran desencanto, como ya anunciaban el clima obsesivo de Cría cuervos… y Elisa, vida mía. Y la posibilidad del realismo como herramienta crítica, que era el centro neurálgico de Los golfos e incluso La caza, se difumina en una nueva era que se adivinaba, ya en los inicios de los 80, dominada por imágenes muy distintas, cada vez más anónimas e impersonales.

 

Hubo dos Saura

Quizá por eso, en el mismo año en que Deprisa, deprisa pone fin a una etapa de la carrera de Saura, Bodas de sangre (1981) abre otra muy distinta. El cineasta inquieto, incansable investigador de nuevos lenguajes, parece ocultarse tras una estética más amable, incluso académica, que aborda clásicos de la cultura española desde un punto de vista menos radical, como si quisiera refugiarse en un universo de gran belleza plástica, pero a veces puramente ilustrativo. De Carmen (1983) a Flamenco (1995), de Sevillanas (1992) a Fados (2007), el folclore se convierte en elemento decorativo. Y cuando Saura pretende regresar al pasado, ya sea en su vertiente más realista —¡Dispara! (1993), Taxi (1996), El 7º día (2004)— o metafórica –Dulces horas (1982), Los zancos (1984), Pajarico (1997)–, resulta evidente que algo se ha perdido en el camino.

Incluso cuando vuelve a la guerra civil, con ¡Ay, Carmela! (1990), el resultado es la adaptación de una obra teatral sin más empuje que el de su trama. Y, en fin, solo un film tan extraño y solipsista como La noche oscura (1989) es capaz de recuperar un poco del esplendor perdido a través, precisamente, de la evocación de aquel misticismo barroco que estuvo en la base de sus mejores obras. No hubo un solo Saura, tampoco muchos, sino dos. Y la importancia de su legado merece, como mínimo, una reevaluación de ambos.