Ahora que estamos donde estamos, contemplando cómo el péndulo se decanta hacia posiciones reaccionarias, ¿cómo quieres que Michael J. Sandel no reivindique el diagnóstico que formuló cuando la democracia liberal, a través de la cual empezaba a desplegarse la agenda neoliberal, parecía que había ganado la última batalla y así la historia se acababa de una maldita vez? ¡Fuku, tío, vete a paseo! El nuevo epílogo incluido en la reedición de El descontento democrático es muy interesante. Porque si en 1996, cuando el ensayo se publicó por primera vez, ya advertía de los peligros que implicaría la redefinición en marcha de la libertad entendida como concepción cívica para que se transformara en libertad de consumo, ahora el profesor Sandel constata que aquella deflación de valores provocó, primero, una sensación creciente de desempoderamiento entre la ciudadanía como integrante de la comunidad política y, a la vegada, una pérdida del sentido de pertenencia a esta comunidad. Ahora, transcurridas dos décadas de siglo XXI, la dinámica habría ido a más. «El descontento hoy es más agudo, la pérdida de cohesión social está más generalizada y la sensación de desempoderamiento es más acusada». Voto a Trump.
Uno de los éxitos sensacionales del neoliberalismo fue la imposición de la idea de que el modelo de globalización que estaba construyendo, entre deslocalización y libre comercio global, era inevitable. Esta imposición de sentido era su poder: la imposición de un sentido histórico como si no hubiera ninguno de alternativo, como si apenas fuera posible el matiz. Las cosas eran así y no podían ser de ninguna otra manera. Neoliberalismo y punto. «Es el equivalente económico de una fuerza de la naturaleza, como el viento o la agua», declaró Bill Clinton. «Escucho mucha gente decir que nos tendríamos que parar y debatir sobre la globalización. Sería como debatir si el otoño tiene que venir después del verano», pontificó Tony Blair.