Sabemos muchas cosas del futuro. No tenemos la certeza de cuándo sucederán, pero sí conocemos las líneas maestras. Lo más difícil no es pintar difusamente el futuro. Lo más difícil es tomar decisiones sobre las transiciones. Sabemos que el trabajo cambiará. Lo hará como work en general, y lo hará como job en particular. La reflexión sobre el papel y los cambios del mundo del trabajo viene de lejos. No hace falta que nos remontemos en el tiempo para reeditar el concepto de trabajo alienante en Marx, pieza clave de El Capital.
Preferiría recuperar los textos actualísimos que Emmanuel Mounier escribió en 1933 sobre el impacto del maquinismo en las personas (De la propietat capitalista a la propietat humana, Edicions 62, 1968), o refrescar los textos de Peter Drucker y su concepto de trabajador del saber (El Management del siglo XXI, Edhasa, 2000), o los más recientes de Yval Noah Harari, que dedica al trabajo una de las 21 lliçons per al segle XXI (Edicions 62, 2018). Mirar cómo se han imaginado en el pasado los cambios del trabajo futuro nos ayuda, sobre todo para evitar nuestra tendencia a las exageraciones y al dramatismo absoluto.
En la próxima década, hay tres grandes factores que influirán en la transformación del trabajo.
Primero. La evolución de las organizaciones conllevará menos ocupación estable. Será su forma de afrontar la complejidad. Las empresas necesitan ser consistentes para sobrevivir. La consistencia es su capacidad de evolucionar con aquellos a quienes quieren servir, manteniéndose medio paso por delante. Esto implica la necesidad de adecuar sus capacidades a las oportunidades futuras. Y esta adaptación cuesta mucho más desde organizaciones de estructura pesada y muy burocratizada.
Es muy probable que dentro de una década haya más trabajadores que trabajen por cuenta propia que por cuenta ajena en muchos países.
La tendencia que emerge desde hace un par de décadas va hacia organizaciones de núcleos estables pequeños que resuelven sus necesidades de flexibilidad con amplios perímetros poblados de trabajadores circunstanciales. Es muy probable que en muchos países haya dentro de una década más trabajadores que trabajen por cuenta propia que por cuenta ajena. El impacto social de un tipo de sociedad donde la mayoría de la población no ingresa si no vende individualmente sus servicios es altísimo. En este sentido, para quien quiera completar esta reflexión, me remito al libro de Albert Cañigueral El Trabajo ya no es lo que era (Conecta, 2020).
Segundo. La pandemia ha acelerado la capacidad de trabajo a distancia, que ya existía antes, pero no había alcanzado el nivel de masas que le ha supuesto la covid. El teletrabajo ha permitido que la economía continuara funcionando. No obstante, no todo el mundo ha podido trabajar a distancia (el mundo no es solo digital) y existe el peligro de que en el futuro haya trabajadores de primera (aquellos que pueden trabajar desde cualquier sitio) y trabajadores de segunda (aquellos cuya función profesional exige la presencialidad). El teletrabajo comporta desafíos en lo relativo a la capacidad de las empresas de innovar, al establecimiento de vínculos de pertenencia y al despliegue de patrones culturales compartidos de los trabajadores con las empresas. De todo ello hablaba en La Vanguardia (25.12.21) en un artículo titulado «La presencialidad inteligente».
Si de lo que se trata es de trabajar siempre a distancia, los trabajadores se pueden ir a buscar a las franjas más baratas del mercado.
La duda está en si el teletrabajo permitirá mantener organizaciones donde el todo esté por encima de las partes, o si la organización quedará dividida en nichos muy poco comunicados entre sí. Y la consolidación del teletrabajo, como han intuido la mayoría de sindicatos, puede acelerar una tremenda oleada de outsourcing y de precarización del mundo del trabajo. Si de lo que se trata es de trabajar siempre a distancia, los trabajadores se pueden ir a buscar a las franjas más baratas del mercado del trabajo en todo el mundo. Con buenas herramientas telemáticas y un inglés de supervivencia hay suficiente.
Tercero. El impacto de las tecnologías de datos y de la automatización tendrá un crecimiento altísimo en la próxima década. Es difícil hacer previsiones sobre la ocupación, pero la tendencia a sustituir personas por máquinas parece que será más importante que la capacidad de crear nuevos yacimientos de trabajo vinculados a la consolidación de las tecnologías digitales y la robotización. En Europa, los países más robotizados son todavía los que tienen índices de ocupación más altos, y lo mismo sucede en Estados Unidos; pero aun sin dramatizar como hacen algunos, lo cierto es que el saldo de puestos de trabajo no tiende a incrementarse. La tendencia apunta a una pérdida de puestos de trabajos.
Ya veremos si, como muchos plantean (Harari entre ellos), esto nos llevará hacia una sociedad completamente automatizada. Pensar lo contrario quizá sea solo aferrarse a una vieja lógica del siglo XX. O quizá no. Que la tecnología permita hacer determinadas cosas no quiere decir que las hagamos así de forma mayoritaria. Podríamos alimentarnos solo con pastillitas y, en cambio, preferimos seguir haciendo de las comidas un acto social y cada vez crece más la pasión por la gastronomía. Podríamos correr en una cinta en casa y ponernos paisajes en una pantalla gigante, pero en cambio, nos gusta practicar el senderismo y respirar el aire de la montaña.
En algunas cosas cambiaremos las personas por la tecnología porque obtendremos así más eficiencia y más valor. Pero en otras no consideraremos que la eficiencia implique sistemáticamente más valor. Lo que es indudable es que muchas personas perderán su trabajo y que volver a insertarlas en el mundo profesional conllevará esfuerzos personales y colectivos muy grandes.
Estos tres vectores de impacto tendrán incidencias diferentes. No será lo mismo en las industrias que avanzan hacia el digital twin que en los servicios o la logística que se ven revolucionados por las economías de plataforma, o en las administraciones públicas, algunas de las cuales evolucionarán lentamente y otras se autobloquearán hasta perder completamente el sentido de su misión de servir a los ciudadanos.
Creo que ante este cambio en el mundo del trabajo deberíamos impulsar tres tipos de iniciativas de forma decidida: desplegar ecosistemas de aprendizaje, apostar por la suma de inteligencias y diferenciar fiscalmente las empresas basadas en personas de los negocios basados en tecnología.
Ecosistemas de aprendizaje
El siglo XX fue el de los ecosistemas de formación que permitieron reducir el analfabetismo y dar oficio a mucha gente. La segunda mitad del siglo XX fue la del despliegue masivo de las universidades y las profesiones liberales en Europa. El ciclo vital encajaba con un ecosistema de formación que se diseñaba hasta los 25 años. Nacer, ir al colegio, estudiar (algunos) la secundaria y luego en la universidad, y tener a lo largo de toda la vida un trabajo que requería una moderada actualización.
En la última década del siglo XX ya se consolidó el concepto de long life learning. Las cosas estaban cambiando. En el siglo XXI necesitamos verdaderos ecosistemas de aprendizaje que permitan frecuentes transiciones profesionales. La mayoría de las universidades han quedado como las representantes de los ecosistemas de formación y habrá que ver si serán capaces de cambiar y ser la piedra angular de los nuevos ecosistemas de aprendizaje. El sistema de cursos de postgrado está poco adaptado a procesos de aprendizaje que sean ágiles y de calidad, muy centrados en competencias, en actitudes, y no solo en conocimientos.
Habrá que evitar simplismos innecesarios y dejar que las personas continúen haciendo aquello que hacen mejor que las máquinas.
Las personas que en el siglo XXI no estén insertadas en ecosistemas de aprendizaje potentes (básicamente en las empresas y, en general, en las organizaciones) lo tendrán muy difícil para mantener sus capacidades profesionales y mantenerse ocupadas. Trabajar en el siglo XXI quiere decir dar resultados a partir de las funciones encomendadas, adaptarse a las transformaciones, y aprender y desaprender.
Suma de inteligencias
De cara a la próxima década, la apuesta más sensata sería la suma de inteligencias en un contexto donde las tecnologías de datos y la automatización sustituirán muchos trabajos intelectuales y físicos realizados por personas. Será necesario que las personas dejen espacio en aquello que las máquinas hagan mejor que las personas, pero habrá que evitar simplismos innecesarios y dejar que las personas continúen haciendo aquello que hacen mejor que las máquinas. Las personas entienden los contextos mejor que las máquinas, aprecian el matiz, captan el tono, sintetizan el small data, cosa que las máquinas hacen con el Big Data.
La innovación es cosa de personas. Hay muchas cosas en las cuales las personas no son fáciles de sustituir, y hay muchas otras que no querremos que las hagan máquinas, que preferiremos que las hagan personas. Muchas empresas ya adoptan estrategias para evitar chatbots (máquinas que hablan con personas) y apuestan por diferenciarse poniendo a personas que traten con personas. La suma de inteligencias y el mix analógico-digital conformarán la verdadera identidad de muchas organizaciones.
Empresas y negocios
Los negocios son artefactos especulativos cada vez más basados en tecnología. Dan dinero, pero crean un valor con un multiplicador social muy bajo. Las empresas son comunidades de personas en torno a un propósito. Muchas empresas, además de crear valor corporativo, crean valor social pagando salarios correctos, liquidando impuestos escrupulosamente, siendo respetuosas con el medio y contribuyendo al desarrollo de los territorios desde donde trabajan.
Las empresas, y en especial las industriales, son los mejores creadores de riqueza que hemos tenido.
Las externalidades positivas de las empresas son muchas. La prueba es que, cuando cierran, las ciudades y las comarcas donde estaban establecidas entran en decadencia. Los negocios, frente al dilema entre tecnología o personas, optan por las máquinas. Las empresas intentan mantener la competitividad incorporando tecnología sin deshacerse de las personas, se esfuerzan en preservar la comunidad. Los negocios pueden dejar dinero si van bien. Las empresas crean valor y dejan legado. Los negocios llenan los bolsillos de unos pocos. Las empresas crean prosperidad.
Para poder repartir la riqueza alguien la debe crear, y las empresas, y en especial las empresas industriales, son los mejores creadores de riqueza que hemos tenido. No tiene ningún sentido que no protejamos a las empresas que crean trabajo digno y que mantengamos un sistema fiscal que penaliza a las empresas frente a los negocios (es el mundo al revés). Los que crean trabajo son los ecualizadores de la sociedad y hay que tratarlos como tales.
Finalmente, la transformación del mundo del trabajo conllevará un nuevo management, como disciplina que gestionará sobre todo la relación entre personas en las empresas. El siglo XXI ha de ser una era de management humanista; no tiene sentido que sea de otro modo en un mundo determinado por la tecnología.