En enero de 1959 el boletín Germinabit, portavoz de la escolanía de Montserrat, publicaba el artículo de un joven Lluís Serrahima, hijo del notable abogado y escritor democristiano Maurici Serrahima, titulado «Ens calen cançons d’ara» en el cual reclamaba que resurgiera una corriente de canción en catalán, moderna y popular, que le devolviera al público la costumbre de cantar tonadas en esta lengua.

Justo entonces llegaban a España los ecos de una revolución cultural todavía insospechada: la combinación de música rítmica, discos microsurco, difusión de éxitos por radio y nuevas costumbres jóvenes en el entretenimiento. En Barcelona, sin embargo, había desaparecido cualquier rastro de música juvenil, ocupados ahora los cabarets por artistas al servicio de los estraperlistas enriquecidos y sus acompañantes, y olvidadas las orquestas de los años 30 seguidas por los jóvenes que acabaron en el frente, como Demon Jazz, Crazy Boys y Jaime Planas y sus Discos Vivientes: la guerra también había matado el jazz y los chicos y chicas de los 50 y 60 no tenían ni idea de quién eran las orquestas de sus padres, derrotadas como ellos.

Ese mismo 1959, uno de los músicos veteranos que quedaban de la esmirriada industria musical catalana, Josep Casas Augé, director de orquesta, arreglista y compositor, vinculado a la discográfica La Voz de su Amo, intenta obtener permisos para hacer grabaciones de música moderna en catalán. Consigue dos, con la condición de que la cubierta de los discos y la presentación de los cantantes estén impresas en castellano. Se trataba de Josep Guardiola, solista de moda en los festivales de canción veraniegos, y de las Hermanas Serrano, muy populares interpretando éxitos internacionales a dos voces.

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