¿Qué ocurre en Francia?, se preguntaba Rafael Jorba en un artículo en El Periódico (4-07-23) sobre los graves disturbios acaecidos en muchas poblaciones francesas a raíz del detonante de la muerte del joven Nahel en una nueva intervención policial despropocionada. Unos hechos resumidos por Marc Bassets en su doble vertiente: «En menos de una semana los franceses han sufrido un doble espanto. Primero, por la muerte filmada de un adolescente indefenso y los excesos policiales. Después, por la violencia desatada contra edificios oficiales —comisarías, ayuntamientos, bibliotecas, escuelas…— y la destrucción y el saqueo de comercios» (El País, 2-07-23).
La mayoría de los analistas, como el propio Jorba, Thierry Pech u Olivier Galland, inscriben el fatal incidente y la reacción provocada en el marco de la crisis crónica que supone la fractura social de las «banlieu», los barrios periféricos de las grandes ciudades, con un precedente sonado en otoño de 2005. Como en ese momento se repiten los elementos: violencia policial en un barrio suburbano degradado (Pech recuerda que ya son 17 los fallecidos en el último año y medio), víctimas juveniles de familias de origen magrebí o subsahariano, racismo latente, reacción de indignación violenta e indiscriminada, impotencia de las instituciones republicanas, auge del discurso del miedo y clamor por nuevas medidas represivas.
Olivier Galland en Telos (1-07-23) repasa sistemáticamente los elementos coincidentes con la crisis de 2005, empezando por el odio a la policía por su intervención indiscriminada en barrios con una economía paralela (eufemismo de delictiva). Siguiendo por el sentimiento de ostracismo colectivo de muchos jóvenes «convencidos de estar frente a una sociedad fundamentalmente hostil y de la que la policía es el brazo armado». También la banalización de la violencia, por lo que » ciertas formas de violencia gratuita, de tono nihilista, son habituales y tienden a ser más toleradas» o, como decía Hans Magnus Enzesberger y recuerda Antoni Puigverd: «La violencia ha dejado de responder a ideas y se ha convertido en nihilista» (La Vanguardia, 3-07-23). Sin olvidar los fallos del sistema escolar, que no consigue realizar con éxito su misión integradora, «al aplicar recetas uniformes a un público social y culturalmente cada vez más diversificado» y al haber dimitido de la labor de integración republicana, con el resultado que «los jóvenes de las ‘banlieu’ abandonan demasiado a menudo el sistema de formación inicial sin una sólida ttitulación y sin referentes cívicos».
Galland a estos elementos coincidentes añade un par de nuevos. En primer lugar, el rol de las redes sociales, que pese a no ser la causa de los disturbios los difunden y amplifican, con la consecuencia de que los disturbios se han extendido mucho más allá de las zonas donde estallaron en 2005 y han devenido más destructivos.
En segundo lugar, subraya los cambios en el contexto político, especialmente lo que considera como la histerización del debate político de la actual legislatura: «La Francia Insumisa pretende sacar beneficios políticos, pero se arriesga a parecer que apoya a medias la violencia que condena a la gran mayoría de los franceses. Mientras tanto, el Ressamblement national no necesita decir mucho para esperar beneficiarse. Sea como fuere, parece poco probable que estas posiciones políticas tengan una influencia significativa en el curso de los acontecimientos».
Porque, desde un punto de vista político, la dificultad reside en cómo gestionar desde las instituciones de la democracia representativa un movimiento antipolítico, sin ninguna reivindicación concreta y sin una expresión política genuina: «esta es, efectivamente, la dificultad de un gobierno que busca canalizar el movimiento: ¿con quién contactar y qué proponer?».
¿Estamos ante una manifestación aguda de impotencia política democrática que abre las puertas a una gravísima crisis del Estado francés, cómo teme Antoni Puigverd?: «Estos arrebatos desembocarán en un péndulo xenófobo y reaccionario. Ya ninguna apelación al voto democrático podrá frenar, en Francia, el ascenso del lepenismo, lo que augura un aumento aún mayor de la tensión: guerra civil. La normalización de la violencia es la demostración palmaria del fracaso del estado francés, y de su modelo asimilador, tan elogiado, tan envidiado (y presentado por tantos partidos e intelectuales españoles como el ideal). ¿Ya quema la casa vecina, y la nuestra?» (La Vanguardia, 3-07-23).
¿Ha sido la política francesa incapaz de dar una respuesta al diagnóstico que hacía el presidente Jacques Chirac en 2005 cuando hablaba de una triple crisis de sentido, de referentes y de identidad? El hecho es que los sucesivos gobiernos -de un color y de otro- no han encontrado el antídoto en forma de políticas públicas capaces de revertir la situación de las «banlieu», donde se han cronificado la pobreza y la precariedad, el fracaso escolar, el urbanismo degradado, la delincuencia, el racismo latente, el deterioro de las relaciones entre la policía y los ciudadanos, donde, en definitiva, las instituciones de la República han perdido casi toda su credibilidad.
¿Ha contribuido a agravar la situación el experimento de la «nueva política» protagonizado por Emmanuel Macron, como apunta François Hollande y recoge Rafael Jorba?. ¿Realmente es todo tan sencillo como insinúa el expresidente socialista y volver como si nada a la «vieja política»? : «El «viejo mundo» tiene un nombre: se llama democracia, con los partidos, los sindicatos, un parlamento, la prensa. No comparto la idea de que todo debe desaparecer y que basta con disponer de las redes sociales «.
En cualquier caso, el presidente Macron aparece desconcertado y desbordado, como cuando asume como clave interpretativa de la situación el concepto de «descivilización» puesto en circulación por pensadores de la extrema derecha. Lo señala Raimon Obiols en uno de sus apuntes diarios: «El vandalismo en la calle, el saqueo, la destrucción de bienes privados y públicos, deben ser condenados enérgicamente (además, hacen el juego en la extrema derecha). Pero si se los quiere combatir de verdad, hay que abordar las causas. El uso que Macron hace del término «descivilización» es confuso y sirve para eludir las causas concretas de fondo: la precarización del trabajo, las desigualdades crecientes, el coste de la vida, el descenso de poder adquisitivo, la fractura territorial (los guetos étnicos, las «banlieues»), el centralismo estatal abusivo, la desconfianza hacia los partidos y las instituciones” (L’Hora, 2-07-23).
Un desconcierto compartido, sin embargo, en un debate público contaminado por las reacciones emotivas y donde predominan las simplificaciones: jóvenes salvajes y bárbaros, policía asesina, padres irresponsables, videojuegos culpables… Ante esta precariedad interpretativa y propositiva, el sociólogo Michel Wieviorka se pregunta si somos incapaces de tomar altura y distancia de los hechos inmediatos: «¿Nos hemos quedado tan huérfanos de los grandes sistemas que nos permitían pensar el presente y proyectarnos hacia el futuro, privados de los puntos de referencia que nos proporcionaron el estructuralismo, en toda su diversidad conceptual, o el marxismo y sus variantes? El coro de lamentaciones tan característico de los debates contemporáneos cuando se trata de nuestra vida política y social -la desaparición de la derecha y la izquierda clásicas, por ejemplo-, ¿tiene que incluir nuestras dificultades para comprender la sociedad en la que vivimos? ¿Estamos condenados a soportar la actualidad y la comunicación política de los que están en el poder y de los que están en la oposición, y por tanto a pasar de un acontecimiento a otro, sin transición y sin una visión de conjunto?» (Le Grand Continent, 4-07-23)
Esta reflexión plantea la gran cuestión de fondo: los acontecimientos y crisis se van sucediendo en un vacío político simétrico. Por un lado, el de unas instituciones democráticas que no saben cómo actuar ante la acelerada pérdida de la confianza ciudadana. Por otro, el de unas acciones colectivas puramente reactivas que oscilan entre la apatía resignada y los estallidos de ira y rabia desprovistos de sentido y proyecto de futuro. «No se construye, sólo se reacciona», concluye Wieviorka.