En su primer viaje a Europa, durante el verano de 1862 —a lo largo de diez semanas frenéticas estuvo en Alemania, Francia, Inglaterra, Suiza e Italia—, Fiódor Dostoievski (1821-1881) encontró algo que ya llevaba en su interior, surgido durante los años de presidio en Siberia: la confirmación de la fe en el renacimiento moral de Rusia gracias al zar, al cristianismo ortodoxo y al pueblo ruso, simple como un niño inocente, capaz de sobreponerse de forma natural a las adversidades y de alcanzar una fraternidad plena, al otro lado del materialismo, del cálculo artificioso y del egoísmo occidental.
Como Hawthorne, Emerson, Henry James y otros norteamericanos, los rusos cultivados del siglo XIX también necesitaban definir su propia individualidad nacional comparándose con los europeos; pero antes de emprender el viaje, Dostoievski ya estaba convencido de que se encontraría en medio de una cultura moribunda, huérfana de luz espiritual, moralmente desorientada y altamente corrupta en su interior, como si se posicionara contra la servil y acrítica veneración de la mayoría de rusos bien educados ante la gloria y la maravilla del sueño de progreso de Europa.
A fin de cuentas, el propósito de Dostoievski en Notes d’hivern sobre impressions d’estiu, un libro publicado en 1863 en el que subvierte la crónica de viaje para transformarla en otra cosa, en un poderoso juego mental, en una ficción didáctica, en un panfleto político, en una sátira descarnada de los vicios occidentales, en una proclama ideológica, es dar una respuesta a un conflicto —la relación entre Rusia y Occidente— iniciado a finales del siglo XVIII, cuando el zar Pedro el Grande emprendió una serie de reformas drásticas para acercar el país a Europa y sacarlo del aislamiento al que lo había condenado la dominación tártara y el carácter asiático del reino de Moscovia.