La guerra de agresión emprendida por Putin contra la Ucrania democrática y europeísta ha marcado en muy pocos días —han pasado sesenta desde que empezó la guerra hasta el momento de escribir estas líneas— el punto final de la globalización feliz tal como la hemos conocido en los últimos 30 años. Solo cuando se detenga la invasión, primero con un alto el fuego y después con algún tipo de acuerdo de paz, conoceremos las características del nuevo orden mundial que puede salir de ahí, pero, de entrada, ya sabemos que muchas de las interdependencias económicas ya han dejado de funcionar e incluso han empezado a ser destruidas, porque han sido utilizadas como armas, especialmente por la Rusia de Putin.
La implosión de la globalización representa la quiebra de los modelos de progreso económico y político subyacentes durante la etapa de liberalización y apertura de fronteras a escala mundial de los últimos 80 años. Eran algunas viejas y notables ideas reformistas las que había detrás, como la ostpolitik alemana —Wandel durch Handel, es decir, el cambio de los sistemas comunistas a través del comercio con la Alemania occidental capitalista—; la implantación de sociedades de mercado como camino plausible hacia sociedades con libertades políticas, experimentado con enorme éxito en China, o la creencia sociológica que imagina, a partir de determinado nivel de renta, el acceso a la sociedad democrática, tal como se consideró en el caso de la Transición española. Estas ideas, que en el fondo son siempre la misma, dieron lugar a los dos grandes saltos hacia la mundialización que implicaron la incorporación de China al sistema capitalista mundial y la desaparición de la Unión Soviética, y solo empezaron a erosionarse con el reciente ascenso de los populismos y los autoritarismos, para acabar del todo desmentidas por la Rusia de Putin y la China de Xi Jinping.
Es una catástrofe, ciertamente, porque la máquina se ha estropeado, pero todavía no hay piezas de recambio ni planos para hacer la reparación. Y no puede decirse que no estuviéramos advertidos del accidente que se anunciaba. De hecho, ha llegado casi a cámara lenta y al menos en tres fases sucesivas. La primera gran advertencia se produjo con la gran crisis financiera de 2007-2008 y con su efecto al cabo de cuatro años sobre el euro, bordeando el hundimiento y la desaparición del proyecto europeo. La segunda la proporcionó la pandemia de la covid, que paralizó las economías, cerró las fronteras y comunicaciones y cortó las cadenas de producción, además de volver evidentes las grietas en la seguridad y la soberanía sanitarias. La implosión que ha llegado con la tercera oleada —esta, bélica y en Ucrania, en el corazón mismo del continente europeo— había sido precedida por un aviso en 2014 que el mundo en general prefirió ignorar, cuando Putin se anexionó Crimea, en flagrante vulneración de la legalidad internacional, y promovió la secesión de las provincias ucranianas de Donetsz i Lugansk.
Las sanciones económicas contra Rusia dibujan el mapa de la próxima globalización, en la que habrá que evitar el uso de las interdependencias como armas.
Si hasta el 24 de febrero de 2022 se podía pensar en enmendar el curso de la colisión con Rusia, ahora ya se ha llegado a lo irremediable. La guerra de agresión, unilateral y preventiva, por parte de la primera superpotencia nuclear, se está librando con unos métodos bélicos que no se habían visto desde la Segunda Guerra Mundial y que agotan el catálogo entero de los crímenes de guerra, de lesa humanidad y probablemente de genocidio: bombardeos a ciudades y barrios habitados, ejecuciones sumarias de civiles, torturas, violaciones, deportaciones forzadas e incluso limpieza étnica. La guerra de Putin no es tan solo ilegal e inmoral, sino que se está librando con medios también ilegales e inmorales. Con el agravante de que Rusia cuenta con dos armas excepcionales, como lo son el derecho de veto en el Consejo de Seguridad y la fuerza intimidatoria y disuasiva que proporciona el arma nuclear.
Putin ha destruido el mundo que conocíamos. Ha convertido su régimen en una dictadura totalitaria y su ejército en una banda de asesinos y vándalos saqueadores. Con más de cinco millones de ciudadanos que han huido al extranjero, Ucrania ha quedado medio vacía, su economía arruinada, muchas ciudades destrozadas y la muerte y el dolor se han abatido sobre casi todas las familias. La agresión la ha convertido en una nación más cohesionada que nunca, y la solidaridad europea, en un país plenamente identificado con el proyecto de unidad del continente y de vocación atlantista todavía más intensa que antes de la invasión.
Europa entera se ha transformado, en reacción a la violencia que quiere deshacerla. La UE y la OTAN se encuentran más unidas y fuertes que nunca en sus últimos 30 años. La solidaridad transatlántica se halla en su punto álgido. Finlandia y Suecia quieren entrar en la Alianza. Alemania quiere un presupuesto de defensa que merezca este nombre también por primera vez desde 1945. La autonomía energética europea será realidad muy pronto, pese a que la guerra de Putin, el suministrador chantajista de petróleo y de gas, habría exigido más resolución y más velocidad.
Las sanciones contra Putin no pueden servir para detener la guerra ni para desescalar el conflicto, pero hacen más difícil su victoria militar y, lo que es más interesante, dibujan el mundo de la próxima globalización, cuando habrá que evitar que las interdependencias se conviertan en armas en manos de dictadores, sobre todo si poseen el arma nuclear como Putin. China, que simpatiza con el Kremlin, pero querría liderar el nuevo orden mundial, observa atentamente la guerra y sus resultados, precisamente porque le convendría combinar su hegemonismo asiático con el mantenimiento de la prosperidad compartida con el resto del mundo.