En 2019, el cineasta catalán Albert Serra estrenó Liberté, una crónica sombría del libertinaje dieciochesco a medio camino entre el Marqués de Sade y la performance teatral. Cinco años antes, en 2014, el francés Bertrand Bonello presentaba Saint Laurent, recreación alucinada de la vida del modisto entre 1967 y 1989. Y aún más atrás en el tiempo, en 1990, Francis Ford Coppola concluía su trilogía de El padrino con una tercera parte en la que sacerdotes y banqueros casi acababan robando el protagonismo a los mafiosos de las dos entregas anteriores.
¿Qué tienen en común estas tres películas? Más de lo que podría parecer a simple vista, desde una visión radicalmente subjetiva de los sucesos históricos o reales que abordan hasta una estética bigger than life, allá donde el melodrama se cruza con un cierto onirismo. Pero, sobre todo, hay algo que las atraviesa como una sombra huidiza, como un relámpago intermitente. En las tres aparece Helmut Berger, y lo hace de una manera muy distinta a aquella que le dio fama, en los ya lejanos años 70, de la mano de su mentor Luchino Visconti. Tanto el banquero suizo al que da vida en El padrino III como el noble depravado que incorpora en Liberté, sin olvidar al diseñador que interpreta en Saint Laurent, comparten una apariencia inquietante, perturbadora, como si fueran a la vez quienes son y otra persona distinta, perdida en un tiempo anterior.
Helmut Berger fue un actor extraño. Quizá ni siquiera se le pueda llamar «actor», por lo menos en el sentido tradicional de la palabra: carecía de técnica, se limitaba a prestar su cuerpo y su rostro a los personajes que determinados cineastas le confiaban y, sobre todo, jamás se esforzó lo más mínimo por ir más allá de eso. Pertenecía a una raza de intérpretes cinematográficos –de John Wayne a Jean-Pierre Léaud— para quienes actuar significa simplemente ser ellos mismos, sin que eso vaya en detrimento de su valía. Se trata de dar a ver una presencia, un aura, una manera de moverse y un tipo de gestualidad que, lejos de querer adaptarse a los personajes que incorporan, prefieren ser siempre iguales o similares a sí mismas.
Presencia espectral
Esa es la esencia de la interpretación puramente cinematográfica: a diferencia de la teatral, no se basa tanto en la capacidad histriónica como en el modo en que alguien simplemente está o se sitúa frente a la cámara. Y en lo que esta es capaz de extraer de esa relación. Arte de la fantasmagoría, el cine vampiriza pero, para poder hacerlo, necesita de un cuerpo al que exprimir y agotar. Estoy convencido de que no fueron ni el alcohol ni las drogas quienes dieron forma a la presencia espectral de Berger en las tres películas citadas, sino su relación con el propio cine: era la ruina de lo que fue, y eso es lo que quisieron capturar Serra, Bonello y Coppola en sus tres películas.
Quizá ni siquiera se le pueda llamar «actor»: carecía de técnica, se limitaba a prestar su cuerpo y su rostro a los personajes que determinados cineastas le confiaban.
No es de extrañar que, muchos años antes, Helmut Berger interpretara una versión especialmente pop de El retrato de Dorian Gray. Estamos en 1970, Berger acaba de rodar La caída de los dioses (1969) con Visconti y otro cineasta italiano, mucho menos distinguido y que responde al nombre de Massimo Dallamano, lo contrata para dar vida al protagonista de la novela de Oscar Wilde. Era un empeño suicida, sobre todo teniendo en cuenta que Albert Lewin había filmado ya la mejor versión posible en 1945, con George Sanders en el papel del personaje del título. Y, sin embargo, aunque resulta evidente que el film de Dallamano no es una buena película, hay algo que brilla especialmente en ella.
Más allá de una puesta en escena más bien pedestre y de un tono que roza la estridencia, Helmut Berger asume de tal modo su papel, se identifica hasta tal punto con él, que consigue incluso desdoblarse: por un lado, el cuerpo perfecto y el rostro impasible que se mueven de una escena a otra y que, en efecto, dan la impresión de que nunca van a envejecer; por otro, esa misma imagen plasmada en un cuadro que se descompone al ritmo de la vida disoluta del retratado. Vista hoy, su interpretación también está presente en el interior de ese cuadro, parece estar adivinando su propio destino a la sombra del mismísimo cine, pues Berger quedará para la historia de ese arte como el efebo que atravesó la década de los 70 como un meteorito sin saber, ay, que muy pronto se convertiría en su propio fantasma. Quizá por ello sus papeles para Visconti beben ávidamente de esa gran contradicción, hasta el punto de que se puede decir que el mejor Helmut Berger habita entre los sexos, entre los tiempos, más allá de cualquier identidad y de cualquier época.
Arte de la fantasmagoría, el cine vampiriza pero, para poder hacerlo, necesita de un cuerpo al que exprimir y agotar.
Mutación incesante
Ya su origen trasluce ese misterio que suele asociarse con la vieja Europa: nacido en Austria, hijo de hosteleros rígidamente educado y fugado a Londres en los años 60, conoció a Luchino Visconti durante el rodaje de Sandra (1965) en Roma y rápidamente se convirtió en su pareja. Todos los tópicos del desarrollismo económico de la posguerra, desde la fascinación por el cosmopolitismo hasta los nuevos modos de afrontar la sexualidad, se dan cita para moldear su imagen pública. Y Visconti los utiliza, como un nuevo Pigmalión, para recrear personajes turbios, que siempre se presentan disfrazados, enmascarados, ocultos en los intersticios de una identidad a medio camino entre la transgresión y la melancolía.
La primera aparición de Berger en el cine de Visconti se produce en un episodio del film colectivo Las brujas (1967), donde interpreta el rol mínimo de uno de los parásitos que viven alrededor de la actriz protagonista, interpretada por Silvana Mangano. Pero es en La caída de los dioses, su segunda colaboración, donde se manifiesta en todo su esplendor esa extraña capacidad suya para la mutación incesante, a pesar de su rostro siempre imperturbable: al principio, travestido en émulo improbable de Marlene Dietrich, también en símbolo de la decadencia nazi; al final, convertido en poderoso industrial y hombre de negocios, valedor de la ascensión de Hitler y sus secuaces al poder.
Las tres colaboraciones mayores de Berger con Visconti trazan una historia alternativa de Europa, desde la segunda mitad del siglo XIX hasta el último cuarto del XX, que pasa ineludiblemente por el conflictivo espacio centroeuropeo del que el actor era originario. El nudo gordiano de esa trilogía es La caída de los dioses, la maldición del nazismo, a la que Berger presta su físico andrógino para evocar así una ambivalencia siniestra. Y a ambos lados se sitúan otras dos obras maestras, no siempre reconocidas como tales. En Luis II de Baviera (1973) el actor interpreta al rey del título, emblema de un espíritu aristocrático que involuntariamente es también la semilla del mal, del fascismo que viene.
En esta película atmosférica, que se adelantó a su tiempo, Berger es solo un cuerpo que deambula entre sombras, en los interiores lúgubres de su castillo y en los exteriores nebulosos de los bosques, como si se tratara de un muerto viviente, una impresión reforzada por la actitud y el gesto, por una presencia-ausencia que sin duda no son de este mundo. No hay duda de que, con otro actor, la película no hubiera sido la misma. No hay duda tampoco de que ahora mismo Helmut Berger puede considerarse –tantos años después— no solo el colaborador perfecto de Visconti en aquel film, sino también su coautor.
El mejor Helmut Berger habita entre los sexos, entre los tiempos, más allá de cualquier identidad y de cualquier época.
La «viuda» del cineasta
Sin embargo, tras la caída del imperio austrohúngaro y la barbarie nazi, faltaba un tercer capítulo. En Confidencias (1974), Visconti y Berger retratan su contemporaneidad, los convulsos años 70, a partir de su condición dual, entre la desaparición del viejo mundo, encarnado en un profesor jubilado que vive recluido en su apartamento romano, y la emergencia del nuevo, representado por un atrevido jovencito que irrumpe en ese universo inmóvil para ponerlo patas arriba. Se puede decir que el film es autobiográfico, retrata con mayor o menor fidelidad la conflictiva relación sentimental entre Visconti y Berger en aquella época. Y lo hace sin tapujos, exponiendo el choque violento entre dos maneras de ver la vida y la cultura como si se tratara de una guerra abierta en forma –paradójicamente– de encuentro amoroso y sexual.
Berger entra y sale, se mueve con brusquedad, como nunca antes lo había hecho en ninguna otra película de Visconti, y grita y sangra de manera tan física que este puede considerarse su papel más personal, quizá el único que pudo abordar a modo de expresión de una intimidad que hasta entonces no había tenido ocasión de exteriorizarse. En cualquier caso, Confidencias no es solo el testamento de Visconti, por mucho que aún le quedara por hacer una película, la conmovedora El inocente (1976). También es el de Berger, que a partir de entonces, como se encargará él mismo de decir, será la «viuda» del cineasta, muerto en 1976.
No hay duda de que Helmut Berger puede considerarse no solo el colaborador perfecto de Visconti en ‘Luis II de Baviera’ (1973), sino también su coautor.
Resto de una época
En efecto, en esos finales de los 70 aún quedan muchos años de penitencia para Helmut Berger hasta llegar al reconocimiento implícito de Coppola, Bonello y Serra. Y si en su vida personal va dando tumbos, en su carrera cinematográfica no serán sus interpretaciones en films de Tinto Brass (Salón Kitty, 1976) o Antoni Ribas (Victòria, 1984) las que le permitan un retorno a sus años de esplendor. De algún modo, asume su condición de resto de una época y la convierte en autorretrato para la pantalla, Dorian Gray redivivo que no parece tener prisa en llegar al final.
Ya en Una inglesa romántica (1975), dirigida por Joseph Losey inmediatamente después de Confidencias, preludia esa tendencia posterior interpretando al tercero en discordia, entre dos actores como Michael Caine y Glenda Jackson, una especie de reverso melodramático de su papel en el film de Visconti. Y en Los depredadores de la noche (1988), de Jesús Franco, da vida a un cirujano plástico obsesionado por recomponer el rostro de su hermana a partir de otros más jóvenes. ¿Siguió hablando de sí mismo a través de aquellos papeles «ocultos» en el cine de consumo europeo del final de siglo? ¿Y por qué su muerte lo ha devuelto a una actualidad que ya no parecía reservarle rol alguno? Quizá Helmut Berger fuera un actor mucho más «moderno» de lo que pensábamos.