Las desventuras de Asier y Joseba, los dos protagonistas de la última novela de Fernando Aramburu (San Sebastián, 1959), empiezan cuando, en octubre de 2011, ETA anuncia públicamente que renuncia a la actividad armada. Ambos se habían marchado de su pueblo natal, en la provincia de Guipúzcoa, con la exaltada voluntad de ingresar en la organización terrorista, de recibir instrucción militar y convertirse en unos intrépidos guerreros de la patria, como si estuvieran poseídos por una fiebre que conjuga la ambición desenfrenada de convertirse en unos pistoleros de alto nivel con la convicción de que su destino es irrebatible.

En un primer momento estuvieron en la región de Aquitania, en el llamado País Vasco francés, pero por cuestiones de seguridad —ETA se siente cada día más acorralada— son trasladados a Albi, cerca de Toulouse, y alojados en una granja avícola propiedad de unos colaboradores. Y allí están, a la espera de recibir instrucciones de la organización, hasta que se ven obligados a aceptar que las circunstancias se han conjurado radicalmente en contra de su sueño de convertirse en heroicos protagonistas de las epopeyas populares: todo el mundo los ha olvidado, y es inútil imaginar que pueda llegar un poco de ayuda de alguna parte. Están sin dinero, su alimentación se basa principalmente en las gallinas asfixiadas que sacan de la granja y en las hojas que arrancan las lechugas del huerto de sus anfitriones —para que nadie pueda decir que un luchador vasco es un ladrón—, y, como el vizcaíno del poema de Ausiás March, que enferma en Alemania y, al no conocer la lengua, no puede explicarle al médico su dolor, ni Asier ni Joseba tienen la más mínima noción de francés.

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