Han transcurrido casi cinco meses desde que comenzó la invasión rusa de Ucrania. Cinco meses en los que el mundo que se había mantenido en pie, con más o menos éxito, desde el fin de la Segunda Guerra Mundial se ha venido abajo. El orden mundial liberal pensaba que era indestructible, cómo no pensarlo al ver caer y desmoronarse al gran imperio soviético y observar que los territorios que otrora estaban bajo su control corrían a cobijarse bajo el manto de la todopoderosa OTAN. Con el paso de los años esa organización militar perdió el rumbo y, quizás también su legitimidad con el lanzamiento de guerras de invasión primero, y huidas hacia adelante después. Si Iraq y Afganistán ilustran su auge y declive, la agresión rusa marca un punto de inflexión en el fortalecimiento de esta organización militar.
La gran expectación que causó la Cumbre de la OTAN en Madrid no hizo más que escenificar, al más puro estilo americano, el intento por recuperar una hegemonía global que Washington siente que se le escapa de entre los dedos. La presencia en esta ocasión no sólo de los miembros de la organización, sino también de los candidatos, Suecia y Finlandia, de los socios europeos que no forman parte de la alianza así como de Japón, Corea del Sur o Australia, pretendía mostrar al mundo el renacimiento de un frente occidental renovado y más poderoso y unificado que nunca. Un frente que sumaba aliados también en Asia-Pacífico.
La performance de Madrid iba acompañada, además, de una suerte de relato victorioso con el que se aprestaba a señalar la soledad en la que se encontraba Rusia. Un relato que muchos creyeron sin dudar, ya que en esta guerra, como en todas, ganar el relato de la propaganda también es ganar, en parte, la guerra de cara a las opiniones públicas. Este nuevo frente ampliado y reforzado solo podría ponerse en marcha si el relato de victoria y aislamiento del contrario funcionaba. Y por unos minutos funcionó. Nadie cuestionaba que la lucha contra Rusia era una lucha del bien contra el mal en términos absolutos, o, al menos, así nos lo han estado contando los medios de información durante los últimos meses.
Pero lo cierto es que este relato oculta una realidad muy distinta. Más allá de los titulares que el dos de marzo glosaban la importancia simbólica que tenía el que 141 países de los 193 representados en la Asamblea General de Naciones Unidas hubieran condenado la agresión rusa, y que con eso se mostrara el aislamiento en el que se encontraba Moscú, lo cierto es que no era oro todo lo que relucía. De los 38 países que se abstuvieron, 20 eran africanos y uno de ellos, Sudáfrica, presentó un proyecto de resolución en el que pedía el «cese negociado e inmediato de las hostilidades» y «alentaba el diálogo político, las negociaciones, la mediación y otras vías pacíficas para lograr una paz duradera». Son significativas, en este punto, las palabras de la Embajadora de Sudáfrica en las que afirmaba que «las divisiones políticas entre los Estados Miembros evidencian que la respuesta humanitaria es secundaria a los intereses políticos». Esta línea de discurso mostraba cuál era la posición real de los países del sur global, entonces, las gafas con las que ellos miraban lo que estaba aconteciendo en Ucrania no eran las mismas con las que occidente realizaba su diagnóstico.
Y si eso sucedía en marzo, las semanas que siguieron profundizaron en esta posición. Desde América Latina, África y Asia la lectura que se realiza de la guerra está vinculada a dos factores que no deberían ser ignorados. Por un lado, la reivindicación de la agencia de estos países frente al mandato de sus antiguas metrópolis y, por tanto, su derecho a decidir con quién y en qué forma desean establecer sus relaciones. Así, estos países no olvidan quién ofreció ayuda sanitaria enviando vacunas y mascarillas durante lo más duro de la pandemia. Por otro, ven la reconfiguración del mundo como una oportunidad para ser considerados de igual a igual y no en términos de relaciones asimétricas o incluso, en algunos casos, de tutelaje. Y aquellos que todavía cuestionen esta forma de mirar el mundo, quizás deberían echarle menos la culpa a la desinformación con origen en Moscú, y hacer un poco más de autocrítica.
Resulta al menos curioso que la reunión del 24 de junio de los BRICs, que componen el 40% de la población mundial y un cuarto del PIB global, y que se celebró justo una semana antes que la de la OTAN, apenas tuviera eco en los medios de comunicación occidentales. Quizás la razón fuera que lo que tuvieran que decir países como India, China, Sudáfrica o Brasil rompía de manera radical con el relato del aislamiento de Rusia o quizás sólo fuera dar continuidad a algo que desde el centro global se ha hecho siempre, ignorar a las periferias y a las semiperiferias.
Si la apuesta de Europa es por el multilateralismo, quizás ha llegado el momento comenzar a escuchar a una buena parte de la población mundial, sus demandas y argumentos. Si no se hace se estaría ignorando la realidad de un mundo que se realinea y en el cuál hay mucho en juego.