Es una de las muchas escenas del espectáculo del mundo cotidiano, del lirismo de las cosas corrientes, de la realidad ordinaria, que se hallan esparcidas a lo largo de La dona més  pintada como joyas que el lector atesora gozosamente: en el primer capítulo, hay unos cuantos parroquianos en la barra del bar España, y el pintor Maties Palau Ferré (Montblanc, 1921-2000), mientras almuerza, está haciendo un solitario, «soldando estalactitas y estalagmitas», que se le resiste tozudamente desde hace semanas. En la mañana del comienzo de la novela, sin embargo, lo completa por fin e, «invadido por la euforia, no te privas de emitir gritos comprimidos en el aerosol de tu locuacidad glosolálica que se elevan insolentes hacia el techo de bar, como si solo te hiciera falta desoldar la escalera del pozo para poder trepar hacia la luz del sol exterior, fuera del cautiverio soldadesco».

El pasaje es importante, en primer lugar, porque señala al lector que uno de los  centros del relato que deberá atender con una percepción especial se encuentra en el interior de las frases mismas, que no sólo informan, sino que también juegan, y que uno de los intereses principales es de orden verbal; en segundo lugar, porque, en la alienación triunfante de las cartas, el pintor lee la señal que origina el drama narrado en La dona més pintada: la ruptura del peculiar contrato que firmaron el pintor y su mecenas, Miquel Peirats, un promotor inmobiliario; en tercer lugar, en fin, porque Màrius Serra (Barcelona, 1963) anuncia sin anunciarlo explícitamente de qué modo operará a lo largo de la novela, elaborando también un minucioso solitario a partir de los cuadros de Maties Palau Ferré en el que aparece, como una obsesión, el  retrato de una mujer de facciones asiáticas, una modelo de origen armenio muy solicitada en el París de los años 50 —cuando el pintor estaba allí con una beca—, que se convierte en el núcleo del misterio de La dona més pintada.

Así es como la presenta Màrius Serra, con virtuosa desmesura descriptiva, como si habitase en una especie de estado de gracia que le permitiera transportar el arte pictórico al arte verbal: «Iba despeinada como una superviviente de catástrofe natural, con un escote vertiginoso que enmarcaba el canalillo en un triángulo isósceles que estallaba, por arriba, en un rostro de zíngara de boca bien formada, ni pequeña ni grande, pómulos de camuflaje y, sobre todo, dos ojos verdes almendrados dispuestos a mirarlo todo solo una vez, sin parpadear hasta que fuese estrictamente necesario, unos ojos capaces de reflejar las miradas más altivas, de devolver con creces las dosis de atrevimiento con que los hombres seguros de querer estar seguros de sí mismos miran a las mujeres que les aguantan la mirada porque les quieren disputar el poder.»

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