Si la literatura convencional de terror acaba aburriendo tanto es, en buena parte, por los esfuerzos inclementes de los autores para preparar el ánimo del lector, tiñendo el texto de arriba abajo con unos adjetivos que no cesan de recordar que se halla ante una trama sumergida en «lo horripilante», «lo increíble», «lo pavoroso», «lo tremebundo», y así hasta agotar el campo semántico, como si ignorasen que una de las reglas básicas para escribir un relato eficaz de terror es ahorrarse precisamente cada una de estas palabras.

Lovecraft, por ejemplo, se inventa una raza de dioses extravagantes y grotescos de otro mundo que hacen malabarismos con el tiempo y el espacio para irrumpir con naturalidad en la vida contemporánea, normalmente en algún pueblo tranquilo de Massachusetts; pero, a pesar de la voluntad de provocar impresiones escalofriantes mediante el vocabulario, lo que se acaba imponiendo en el lector es el tedio, la vergüenza ajena o una risotada, como si contemplara un decorado que no oculta, más bien al contrario, su condición de cartón piedra: centrado sobre todo en la imaginación científica, Lovecraft olvida explorar las galerías psicológicas donde se engendran las inquietudes más obsesivas; y quizá sí es verdad que sus monstruos son un intento de recuperar la magia de los cuentos de hadas y de fantasmas, pero no consiguen desvelar los miedos que duermen en el fondo de la mente humana y que hacen que el hombre se tema a sí mismo.

En el otro extremo de la presentación infantil del terror que practica Lovecraft, es útil recordar que Poe, en La caída de la casa Usher, atribuye al caserón una especie de personalidad humana, y que su destino, representado mediante las grietas que atraviesan las paredes, es el propio de una mente destruida; o que Merimée, en La Vénus d’Ille, narra un hecho fantástico con la objetividad prosaica de una anécdota de viaje; o que Gógol, en fin, cuando recrea alguna leyenda ucraniana con muchas brujas y demonios, se fija tanto en los detalles significativos que al lector le parece escuchar junto a su oído las voces de los aldeanos y percibir en su nariz la fragancia de los campos en toda su plenitud.

Tampoco hay que olvidar que Henry James, en Otra vuelta de tuerca, construye una novela de fantasmas que se desarrolla en el exterior y a plena luz del día; o que Kafka, para convocar el terror, tiene suficiente con hacer que un viajante se despierte convertido en un escarabajo, o que un burócrata extremadamente mezquino llegue al borde de la locura por culpa de dos pelotas de tenis —representan la voz de la conciencia por los maltratos infligidos a sus dos ayudantes de oficina— que botan a su alrededor sin parar y sin motivo aparente como una forma de suplicio.

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