Pese a que seguramente es espuria, la anécdota asegura que en el peor momento de la guerra, cuando la Gran Bretaña imperial era el único bastión opuesto explícitamente al nazismo triunfante, los asesores económicos de Downing Street propusieron reorientar el gasto gubernamental, priorizar las partidas militares y reducir a cero otras superfluas como la cultura. Ante esta propuesta radical, el entonces primer ministro Winston Churchill habría exclamado: «¿quitarle el presupuesto a cultura? Entonces, ¿por qué luchamos?».

Contrastada históricamente o no, la chanza nos recuerda la centralidad social de la cultura y su carácter esencial, indesligable del ser humano. Esta conexión especial ha hecho transcender ciertas piezas artísticas, convirtiéndolas en símbolos poderosos y singulares. Entre estas, sin duda merece una mención especial la Séptima Sinfonía de Dmitri Shostakóvich (San Petersburgo 1906 – Moscú 1975). Conocida popularmente como Leningrado –aunque no hay evidencia de que la compusiera pensando en su rebautizada ciudad natal—, su estreno en plena guerra galvanizó a la población soviética y fue un activo decisivo para el bando aliado.

 

Música y poder

Este niño prodigio de la música –con solo diecinueve años estrenaba su Primera Sinfonía (1926)— ha generado una amplia bibliografía sobre su persona y, sobre todo, su obra. Por desgracia, buena parte de esta literatura biográfica resulta más que dudosa, puesto que fue escrita bajo las sucesivas oleadas del Gran Terror. Cómo comenta el escritor estadounidense Matthew Tobin Anderson (Cambridge 1968), «no podemos fiarnos de nadie. En un régimen donde las palabras están bajo vigilancia, se premia la mentira y el silencio es una herramienta de supervivencia, la verdad simplemente deja de existir. No hay forma de escribir una biografía de Shostakóvich sin depender de los rumores y sin hacerse eco de la información conservada en la memoria de personas que tienen muchas razones particulares para inventar, engañar o maquillar los acontecimientos».

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