Una vez más, como ya viene siendo habitual en los últimos años, los oscars han alborotado el gallinero del cine. Las siete estatuillas otorgadas a Todo a la vez en todas partes, la película de Daniel Kwan y Daniel Scheinert, han conseguido enardecer a algunos y soliviantar a otros, sin apenas término medio. Y es curioso, pues al mismo tiempo existe la sensación de que esos premios, concedidos por la industria de Hollywood desde hace casi 100 años, ya no interesan a nadie –por lo menos a nadie que se tome el cine mínimamente en serio–, si exceptuamos a periodistas e informadores en general, así como a la vieja guardia de la cinefilia.

Este año, sin embargo, las teorías han proliferado y las explicaciones que se han querido dar al respecto no solo han inundado las redes sociales, sino también las tribunas de opinión de algunos periódicos. Para los partidarios de los Daniels, y por lo tanto del triunfo del film, Todo a la vez en todas partes significa una nueva manera de hacer cine que presta atención a los temas de actualidad –en este caso la espinosa cuestión del multiverso–, que no se limita a repetir los viejos esquemas dramáticos. Para sus detractores, se trata, nada más y nada menos, que de la muerte del cine tal como lo entendíamos, de su rendición ante los imperativos de un mercado audiovisual que ya depende más de Silicon Valley que de Hollywood.

‘Todo a la vez en todas partes’ presenta un tema poco abordado en el cine, cuidadosamente envuelto en un papel de regalo escogido sin demasiado criterio.

Hay muchos elementos interesantes en esas reacciones, que no podemos despachar con indiferencia si queremos saber realmente dónde estamos. Por ejemplo, ¿se puede decir, sin ningún temor a errar el tiro, que Todo a la vez en todas partes representa «una nueva manera de hacer cine»? Que me perdonen sus incondicionales, pero yo no creo, sinceramente, que una historia de superación personal y colectiva, de amor filial y exaltación familiar como tantas otras en la historia de Hollywood, aderezada con una escenografía y unos efectos especiales destinados a recrear dudosos mundos alternativos, constituya nada «nuevo» ni original. Si acaso, lo «nuevo» es que todo eso se haya relacionado con la cuestión del metaverso para mejor vender el producto a las nuevas generaciones, ávidas de que el cine también sea capaz de describir el mundo en el que viven, algo por otra parte perfectamente respetable.

 

Matando el cine

Por lo demás, el film es un producto más bien convencional, que sigue los esquemas más trillados del llamado cine indie americano y que no ofrece ningún tipo de innovación ni en el lenguaje cinematográfico, ni en la puesta en escena, ni siquiera en la estructura narrativa. Todo a la vez en todas partes presenta un tema poco abordado en el cine cuidadosamente envuelto en un papel de regalo escogido sin demasiado criterio. Y, curiosamente, aquí lo importante hubiera debido ser el «papel de regalo». Luego volveremos sobre esta idea.

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Por ahora, retrocedamos y escuchemos a los detractores de la película, cuyo argumento de mayor calado parece ser que decisiones como la de cubrir de oscars el film de los Daniels están matando el cine. ¿En serio? Primero, ¿de qué cine estamos hablando? Y segundo, ¿qué va a desaparecer si ello sucede? Porque si lo que quieren decir es que nos vamos a librar de esas películas pesadamente fabricadas con los estándares de seis o siete décadas atrás, que aún creen posible un cierto cine clásico o puramente narrativo, entonces prefiero estar del lado de Todo a la vez en todas partes.

Ya no se pueden (ni deben) hacer «películas como las de antes», de la misma manera en que nadie que pinte como Rembrandt o componga música como Beethoven resultará mínimamente creíble en pleno siglo XXI. No me malinterpreten, no se trata de una prohibición ignota o de un mandato de la crítica especializada, sino simplemente de que todas las artes evolucionan, lo queramos o no, y viven su propia vida igual que nosotros vivimos la nuestra, solo que una y otra vez. Y a lo largo de esa vida se evoluciona, no se piensa lo mismo en la infancia que en la edad madura, por mucho que en el caso del arte las etapas se repitan ad infinitum de maneras distintas y puede que acaben coincidiendo entre sí.

¿Dónde estamos ahora, en lo que al cine se refiere? No sabría decirlo, y de saberlo necesitaría bastante más espacio para contárselo a ustedes, pero de momento baste decir que se está produciendo una situación injusta al respecto: mientras a la literatura y a la pintura se les permitió hace ya mucho tiempo pasar página, abandonar el relato tradicional o la figuración para adentrarse en otros territorios –ya saben: Joyce y Kafka, Proust y Virginia Woolf, Picasso y Cézanne, Malévich y Klee, lograron eso hace más de un siglo–, al llamado «séptimo arte» se le sigue exigiendo que cuente historias prácticamente tal como lo hacía en sus inicios.

Ya no se pueden (ni deben) hacer «películas como las de antes», de la misma manera en que nadie que pinte como Rembrandt resultará creíble en pleno siglo XXI.

Por supuesto, no resulta ajeno a esta situación que el cine es un arte industrial, que cuesta muchos millones de dólares o euros fabricar una película y que hay un público al que convencer de que pase por taquilla. Pero quizá en ese punto resida el equívoco. El cine de los años 60 y 70, de Bergman a Antonioni y de Godard a Buñuel, demostró con creces que el espectador moderno era capaz de asimilar nuevos lenguajes, nuevas formas de narrar, o incluso de aceptar que no se le contase nada. Luego vinieron Ronald Reagan y Margaret Thatcher, el neoliberalismo y la exaltación de la productividad a toda costa, Internet y su obsesión por las imágenes cada vez más fragmentarias…

 

Una mutación gigantesca

Cuanto más rápido y de manera más simple se «consuma» un «contenido audiovisual» –atención a ese nuevo vocabulario–, mejor… ¿para quién? Para el cine entendido como industria, claro está, pero no para lo que una vez creímos que también era arte. Por un lado, las plataformas y las series combaten encarnizadamente con lo queda del cine en una guerra que ya no entiende ninguno de los dos bandos y que parece condenada a eternizarse. Por otro, la nueva «intelectualidad», impecablemente al día en cuestiones ideológicas, toda una autoridad en las últimas tendencias del «arte contemporáneo», ha condenado al cine a un rol más bien patético: nada de experimentar con las formas, que se limite a transmitir contenidos.

Las plataformas y las series combaten encarnizadamente con lo queda del cine en una guerra que ya no entiende ninguno de los dos bandos.

Pues bien, eso es Todo a la vez y en todas partes, el síntoma de una mutación gigantesca y a varias bandas que, sin embargo, está usurpando el lugar de otro debate mucho más urgente. No se puede negar que siguen existiendo films valiosos, que hacen evolucionar el lenguaje del cine hacia fronteras nunca antes conocidas, y de ellos intentamos dar cuenta regularmente en esta misma sección. Pero también es cierto que no suelen ser apreciados por un público amplio, una situación que condena a sus responsables no solo a posiciones marginales en la industria, sino también a ser acusados de elitistas por el entorno «cultural» y por una crítica –todo hay que decirlo— cada vez más del lado de la publicidad institucional que del análisis y de la reflexión.

 

No querer ver la realidad

Pues el «papel de regalo», tal como lo llamaba antes un poco jocosamente, es solo el punto de partida: hay que estrujarlo y romperlo para ver qué hay detrás, es decir, transgredir las formas tradicionales, cuando ya no dan más de sí, para entresacar otras nuevas de entre las ruinas. Esa es la obligación de todo artista digno de ese nombre, más en el siglo XXI, y el caso del cine no es una excepción. Pero, por ahora, los pocos que siguen haciendo eso parecen condenados a una existencia precaria, a sobrevivir a trompicones en una guerra de guerrillas en la que tienen todas las de perder, lejos de los oscars y sus conversaciones de salón. Pues otra cosa, en efecto, es que no queramos ver la realidad y sigamos hablando de los Daniels.