Cada vez más lo esencial en unas elecciones es el marco en el que se inscriben y, por lo tanto, los límites dentro de los que se juegan. La primera batalla de una elección es la que decide el qué de la elección, de qué va la elección (y por lo tanto, de qué no va). En este sentido, el PP había “enmarcado” las elecciones de manera evidente y efectiva, a la vista de la previa de las municipales de finales de mayo: el 23 de julio iba de echar a Pedro Sánchez de la Moncloa.
“Derogar el sanchismo”, este era el marco explicitado por el PP. Un marco trabajado durante dos años, desde que las elecciones autonómicas en Madrid convencieron a los dirigentes populares que el discurso anti-Sánchez funcionaba perfectamente a la hora de movilizar el voto propio.
Esto responde a que cada vez hay más votante que exige saber para qué tiene que votar, para qué lo reclaman los partidos, para qué le piden su apoyo. Cada vez quedan menos electores dispuestos a dar su voto “gratis”, los fieles a un partido al que otorgan la confianza en cualquier elección porque es su partido, porque lo sienten suyo (o más bien porque se sienten ellos de este partido). El marco de la derecha daba a los suyos una razón para ir a votar, una razón moderna: es decir, simple, rabiosa y construida concienzudamente durante años, utilizando cualquier episodio por percutir como un martillo sobre los mismos elementos una y otra vez (gobierno ilegal, usurpador, radical, totalitario, antiespañol). Al otro lado, al elector de la izquierda no se le daba ninguna razón (como mínimo, no a la altura de la razón que la derecha daba a los suyos) para salir a votar. Vimos las consecuencias el 28 de mayo.
Blitzkrieg
Cuando tu rival consigue enmarcar las elecciones en su favor solo tienes dos opciones: o bien intentas luchar en los límites del marco que se te impone o bien intentas crear uno nuevo. O bien sales por la tangente no haciendo ni una cosa ni la otra.
Sánchez, desde finales del año pasado, lo había intentado todo sin acabar de conseguirlo. En un momento dado fue consciente de que el marco del PP estaba tan establecido en el imaginario colectivo que era imposible construir uno alternativo suficientemente potente para hacerle frente.
Sánchez optó para hacer lo que le pedía el cuerpo: una blitzkrieg, una guerra relámpago, un movimiento brutal de rapidez fulgurante que levantara el voto de la izquierda para hacer frente a la derecha movilizada al máximo. El problema para Sánchez es que para hacer una blitzkrieg exitosa se necesitan dos cosas: una maquinaria perfectamente acoplada con una potencia de fuego incontestable y no cometer ningún error. El PSOE no tenía ni una cosa ni la otra.
El miedo no para la rabia
Había una diferencia esencial en la predisposición de los electores de izquierda y de derecha ante esta convocatoria. Al votante de la derecha lo movía el odio y la rabia, el odio contra Sánchez, el gran usurpador, el “liberticida”, el autócrata que había conquistado el poder con malas artes y lo había entregado (se había entregado) a los enemigos de España. Este relato funcionaba maravillosamente entre el votante del PP, y también en el de Vox, que añadía la desconfianza hacia los populares (la “derechita cobarde”), a los que les faltaban ganas (por no decir otra cosa) para parar la deriva autoritaria del sanchismo.
Al otro lado, el marco propuesto por el PP (y publicitado con fuerza por los medios conservadores, que son mayoría) dejaba indiferente a una parte importante del voto de la izquierda. En parte porque no entraban en la lógica del sanchismo dictatorial del discurso de la derecha y en parte también porque la defensa de Sánchez no era un elemento bastante poderoso para movilizar el voto a favor de los socialistas. Había más ganas de echar a Sánchez entre los votantes de la derecha que ganas de mantenerlo entre los de la izquierda.
Había más ganas de echar a Sánchez entre los votantes de la derecha que ganas de mantenerlo entre los de la izquierda.
El PSOE solo podía movilizar a los suyos mediante el miedo. Miedo a Vox, principalmente. Era un recurso defensivo, con poco recorrido ante la rabia desatada del voto de la derecha. El miedo a la extrema derecha ya había mostrado sus limitaciones en otras elecciones en toda Europa. El miedo empuja a levantarse, pero no conduce a crecer. La rabia es una oleada, un tsunami, se contagia. Quién tiene miedo resiste, quién siente rabia propaga, convence a los suyos, se mueve, va a la guerra, a la cruzada.
Metacampaña
Las campañas electorales ya no son un espacio de tiempo que permite a los partidos presentar sus propuestas y discutirlas a través de los medios de comunicación. Cada vez ocupan menos espacio en estos las informaciones sobre el que proponen los partidos, los programas. Este espacio que dejan este tipo de informaciones es ocupado por una información diferente, conformada a base de noticias sobre la propia campaña. Así, todo el mundo habla de estrategias, de golpes de efecto, de las tácticas, de la preparación de los actos, de los equipos (con un santoral propio: MAR) se disecciona la comunicación política de unos y otros, las imágenes, los eslóganes, se analiza lo que dicen, cómo lo dicen, las mentiras, las incongruencias, y se habla de pronósticos, sobre todo se habla de pronósticos. Las encuestas se han convertido en el centro de la nueva manera de narrar la campaña, de esta metacampaña, la campaña sobre la campaña.
Anticampaña
La propuesta del candidato Núñez Feijóo se puede entender como una anticampaña, puesto que su objetivo pasaba precisamente por evitar hablar de las propuestas y los programas de los dos principales candidatos a la presidencia. Feijóo no solo consiguió pasar toda la campaña sin explicar qué pensaba hacer si llegaba a la Moncloa (más allá del genérico “derogar el sanchismo), sino que intentó que su rival no hablara de sus planes gubernamentales. La evidencia más clara de esta estrategia se dio en el frente a frente que ambos, Feijóo y Sánchez, protagonizaron a mitad de campaña. De hecho, al PP le sobraba la campaña, demasiado arriesgada, y los resultados del 23J demostraron que esto era así.
Un nuevo rol de los medios
Los medios de comunicación juegan un papel crucial en toda elección, pero su rol ha cambiado con el tiempo (y con la transformación de la propia industria periodística). En estas generales hemos visto la culminación del cambio en el papel de los medios, de mediadores (mediadores partidistas en muchos casos, legítimamente) a protagonistas. Hemos asistido a un nuevo modelo de entrevista donde el entrevistador es al mismo tiempo contrincante del entrevistado en un tipo de entrevista/debate que enfrenta a dos contendientes, no un entrevistador y un entrevistado. Esto no es del todo nuevo. Como en tantas otras cosas, desgraciadamente, Cataluña ya había experimentado antes este fenómeno del entrevistador/rival, específicamente en la televisión pública y especialmente cuando se entrevistaba a dirigentes de algunos partidos concretos (a veces por parte del mismo director de la cadena pública). En esta campaña ha habido varios ejemplos de estos entrevistadores/rivales, sobre todo en los encuentros con Sánchez en las cadenas privadas, convertidas (¿alguna vez no lo han sido?) en altavoces de la campaña de la derecha.
Hemos asistido a un nuevo modelo de entrevista donde el entrevistador es al mismo tiempo contrincante del entrevistado.
Las encuestas al diván
Nunca se habían publicado tantas encuestas antes de unas elecciones. Hasta cien en las dos semanas que van del 1 de julio a la fecha límite para publicar encuestas, el lunes 17. Las encuestas se han convertido en un elemento indispensable de las campañas. Buena parte de la metacampaña tiene como origen las proyecciones de resultados, que nutren a los medios, en dos sentidos (que acaban siendo uno): por un lado, los datos de la encuesta permiten llenar páginas y páginas, minutos de tertulias y metacálculos (proyecciones surgidas de otras proyecciones, desk research dicen, o poll of polls); por otro, las encuestas son una fuente de ingresos muy importante para los medios.
Ambas cosas presionan a las empresas que hacen encuestas, obligándolas a simplificar sus conclusiones para permitir al medio competir con los otros para captar la atención del público. De aquí que las encuestas acaben siendo carne de titular llamativo del estilo “de ayer a hoy el PP ha ganado dos escaños”, conclusión arriesgadísima teniendo en cuenta el sistema electoral que tenemos y los márgenes en el que se mueven las muestras (a nivel estatal, no digamos a nivel provincial, que es donde se reparten los escaños).
Hace tiempo que las encuestas han entrado en una deriva peligrosa para ellas mismas, para su credibilidad y, finalmente, para su salud financiera.
Hace tiempo que las encuestas han entrado en una deriva peligrosa para ellas mismas, para su credibilidad y, finalmente, para su salud financiera, cada vez más ligadas una y otra al acierto de los pronósticos. Las encuestas están a un paso de acabar como aquella gallina del cuento que ponía huevos de oro.
El consenso demoscópico
Comentario aparte merece la estrategia seguida por la mayoría de los medios conservadores, que han utilizado las encuestas (¿con la aquiescencia de las empresas que las hacían?) como parte de la estrategia electoral del PP. El marco definido por estas elecciones ha tenido un apoyo estimable en las proyecciones de voto suministradas por los varios sondeos. El objetivo parece claro: generar un tipo de consenso (la expresión es de ellos) sobre la victoria del PP, de forma que fuera vista como algo inevitable, puesto que todas las encuestas la pronosticaban. La ofensiva conservadora se construía en buena medida sobre este hecho inapelable, que buscaba un efecto desmoralizador en la izquierda: entre los votantes (¿por qué había que ir a votar si la victoria de la derecha ya estaba decidida?) y en los equipos de campaña.
El “consenso demoscópico” funcionó también como aviso para navegantes entre las empresas de sondeos. La acumulación de datos favorables al PP era tal que había que pensárselo dos veces antes de publicar una estimación que se desviara del “consenso”, convertido a ratos en bullying demoscópico.
La fuerza de la convicción
En estas elecciones se ha demostrado que a veces es más importante lo que se quiere que sea que lo que realmente es. Es el universal dilema hamletiano. ¿Qué hacer? ¿Plegarse a los designios del destino o enfrentarse a ellos? El marco estaba claramente definido, lo que quiere decir que la realidad (incluso la futura) estaba dibujada: el PP ganaría las elecciones y, de la mano de Vox, gobernaría. La derecha tenía esta convicción, había definido esta realidad. Y la izquierda se había plegado, en parte porque todos aquellos que podían medir la realidad daban el mismo diagnóstico. Pero en un momento dado alguien se convenció de que era posible una realidad alternativa. Y este convencimiento, que no se sostenía en ningún dato de la realidad, sencillamente en la voluntad de atisbar otra, otra realidad posible, se hizo real. Las cosas empezaron a ser reales porque alguien se convenció que podían ser así. Y al final no fueron del todo así, pero se acercaron bastante.
Una campaña en tres episodios
Nunca antes (quizás el 1993 y, obviamente, el 2004) habíamos asistido a una campaña con tantas idas y venidas, subidas y bajadas. Posiblemente sea un reflejo de nuestro tiempo volátil y cambiante, pero no deja de ser interesante. La entrada en la campaña la marcan los resultados de las municipales y autonómicas (parciales) del 28 de mayo y el anuncio de Sánchez la mañana siguiente de que había decidido avanzar las generales a finales de julio (si hubiera esperado un día más se tendrían que haber celebrado en septiembre, para no celebrarlas en pleno mas de agosto). El escenario está claro: un PP fortalecido por la victoria y un PSOE voluntarioso, a la contra, fiándolo todo a una movilización del último minuto. Los primeros compases de campaña, de tanteo, siguen el guion de los últimos dos años. De golpe, se produce un cambio sustancial. Sánchez pierde el debate a dos y el humor del voto de la izquierda se hunde, la campaña del PSOE entra en colapso durante tres días, el PP pulsa el acelerador. Durante aquel tiempo los sismógrafos recogen la bajada de los socialistas y el incremento de los populares. Feijóo va como un tiro, Sánchez está desaparecido (literalmente: ha ido a la cumbre de la OTAN a Vilnius). La mayoría de la derecha parece cosa hecha y entonces, inesperadamente, vuelve a cambiar el guion. Una semana antes de la cita con las urnas una frase empieza a circular entre los dirigentes socialistas: “hay partido”. Se lo dicen los unos a los otros, a menudo incrédulos (“¿hay partido?”). En aquellos momentos, sin saber por qué, la campaña de Feijóo cae en barrena, encadenando errores, y las agujas de los sismógrafos vuelven a recoger los efectos: las distancias se acortan, el PP pierde impulso, algo pasa en el subsuelo de la izquierda. Ya no queda tiempo para reaccionar. La campaña acaba con un PSOE de “subidón”, encumbrado por una idea, una sombra de hecho (“hay partido”), y un PP desnortado que reclama una prórroga.
A una semana de la cita con las urnas una frase empieza a circular entre los dirigentes socialistas: ‘hay partido’.
La junta de accionistas
El final de campaña del PP es incomprensible para un partido que siempre ha mostrado una disciplina implacable. Desde la refundación de 1990, el PP ha sido una máquina electoral. Esto no quiere decir que siempre haya ganado las elecciones (que no lo ha hecho), pero sus campañas eran aseadas, militares. Es precisamente por eso que la última semana de campaña de Feijóo es tan incomprensible. De hecho, toda la deriva de Feijóo desde que llegó a Madrid es incomprensible. O no, si se tiene en cuenta que probablemente Feijóo (un profesional, por otro lado) no tenía las manos libres cuando fue escogido presidente popular. Puede ser que él quisiera hacer una oposición más centrada, como anunció al aterrizar, pero es evidente que no ha podido hacerlo. Porque en el PP hay un núcleo dirigente que tiene más poder que el propio presidente del partido, y es este núcleo, que está fuera del partido, el que decide qué camino toma el PP.
En el PP hay un núcleo dirigente que tiene más poder que el propio presidente del partido, y es este núcleo, que está fuera del partido, el que decide qué camino toma el PP.
Para hacer un símil, Feijóo (y los otros presidentes del PP de los últimos años) sería el consejero delegado, que rinde cuentas a la junta de accionistas, y son estos, los accionistas mayoritarios del PP, los que toman las decisiones estratégicas, y son ellos los que hace tiempo decidieron el camino del PP, que es la vía madrileña, es decir dureza en el fondo y en la forma, derecha desacomplejada, nacionalismo “cañí”, ni un paso atrás y “leña al mono”. Este grupo es el núcleo de irradiación tóxica más importante que tiene España y controla no solo el PP sino que concentra en sus manos una cantidad de poder (económico, mediático) impresionante. Este Madrid tóxico no solo es un problema para el PP (como han demostrado estas elecciones), sino para todo el sistema democrático.
Estrategia fallada
A pelota pasada es muy fácil decir que la estrategia del PP fue errónea. Quizás no la estrategia sino la carencia de cintura, de capacidad para modular los decibelios, para moldear el discurso. No lo hicieron porque el núcleo tóxico solo conoce una vía: irradiar odio. El PP no se ha liberado de su complejo particular: solo saben ganar destruyendo a su adversario, no conocen otra manera de encarar las elecciones. Es el complejo de la crispación. Como en el 1993 el 1996, el 2004 y el 2008 (el primero claramente frustrado, el segundo frustrado solo en parte), el 2011 y ahora. Cómo diría Enric Juliana parafraseando a Andreotti, manca finezza.
Un ejemplo bastante evidente es la comparación con el que pasó en Andalucía el año pasado. Fue allí donde se puso en práctica la táctica del «consenso demoscópico» (no puedo asegurar que lo usaran conscientemente de prueba para las generales). Las encuestas entonces propulsaron al PP a la mayoría absoluta, en parte gracias a unos pronósticos que anunciaban que los populares la tenían a tocar, lo que incentivó su voto al tiempo que desmovilizaba a la izquierda (lasciate ogni speranza). ¿Por qué no habría funcionado ahora? Pues seguramente porque en Andalucía la campaña moderada de Moreno Bonilla no despertó a la izquierda, mientras que la campaña extremista de Feijóo lo acabó despertando, a pesar de los pronósticos demoscópicos.
Cambiar el miedo por la rabia
La sorpresa de los resultados en estas elecciones se debe a un movimiento de último momento, que posiblemente se fue cociendo a lo largo de la campaña, y que estalló en los últimos días, incluso el mismo día de las elecciones, de forma que cuando los radares lo empezaron a captar ya encarábamos la recta final. La última semana de campaña se registró un cambio en el talante de la campaña del PSOE, que acabó de activar un voto que había ido viendo con desagrado la campaña desplegada por Feijóo (las mentiras, el matonismo). Una lucecita se encendió en el cerebro de unos cuántos electores (y de unas, muchas, cuántas electoras). El miedo dio paso a la rabia, a un tipo de santa indignación, y la resistencia se volvió ofensiva, una ofensiva que no era contra Vox, no respondía al miedo a un gobierno con los ultras, sino a la idea de que era necesario evitar que el PP volviera al gobierno. Volvió un aire de marzo de 2004 en las filas de la izquierda (seguro que las apariciones de Zapatero ayudaron a conjurar el fantasma). Y otra cosa fundamental. Por primera vez desde no recuerdo cuando la izquierda fue capaz de abandonar su ademán de señorita Rottenmeier, perpetuamente enfadada y aleccionando a diestro y siniestro, y abrazó la despreocupación, la alegría, la desvergüenza (“Perro Sanxe”), que hasta entonces había estado patrimonio de la derecha (versión “faltona” marca Ayuso).
Ritornello ma non troppo
La paradoja que deja el 23J es el papel clave de los partidos independentistas catalanes en el próximo Congreso después de haber sufrido el correctivo más severo de los últimos veinticinco años (la última vez que el voto conjunto de las fuerzas nacionalistas quedó por debajo el millón fue en las municipales de 1999, si se miran solo las convocatorias generales hay que ir hasta 1982). La campaña de ERC, el partido más castigado, ha sido un despropósito absoluto, que ha propulsado la fuga de cuatro de cada diez de sus votantes. En unas elecciones donde se jugaba cual era la opción más efectiva para evitar un gobierno de la derecha y la extrema derecha, el ataque de los republicanos contra los comunes ha convencido muchos de sus que el voto a ERC no era de fiar si lo que se quería era impedir que Vox tuviera ministros. Parece que los republicanos han tomado nota del patinazo y han pasado del discurso de Junqueras del 29 de mayo (“ningún pacto con los del 155”) a entrar en el gobierno de la Diputación de Barcelona junto al PSC y los comunes.
El ataque de los republicanos contra los comunes convenció a muchos de los suyos que el voto a ERC no era de fiar.
De cara al futuro más inmediato, tanto ERC como Junts convendría que tuvieran presente lo que le ha pasado al PDeCat. Se presentaron a las elecciones haciendo bandera desacomplejada de la táctica pujoliana de “la puta y la Ramoneta” y han logrado un 0,9% del voto. La lección que tenemos que sacar no es tanto que el electorado nacionalista abomine del “peix al cove/pez al cesto”. Es más complejo. Cree que hay que hacer “la puta y la Ramoneta”, pero pl que sobre todo no hace falta es decirlo. De cara afuera “pit i collons”, pero con el cesto a punto para recoger los peces. Vuelve el señor Esteve, si es que había llegado a marcharse.
Campo de minas
La única salida que dejan los resultados del 23J si no se quieren repetir las elecciones es un pacto de investidura de todos menos el PP, Vox y UPN (quizás también los canarios). Es un escenario que recuerda vagamente el de la negociación de la reforma estatutaria entre 2004 y 2006. Unos socios siempre a punto de bronca (Sumar y Podemos) parando emboscadas a cada votación y unos partidos independentistas catalanes (y hasta cierto punto, también los vascos, que tienen elecciones a tocar) más pendientes de hacerse la pascua que de avanzar en una agenda legislativa compartida. Los primeros compases del baile nos vuelven aquella música. El más probable es que ERC y Juntos usarán la investidura, como antes hicieron con el Estatuto, para seguir jugando al gato y a la rata, doblando la apuesta para ver quién es los tiene mejor puestos. Entonces (como posiblemente ahora), el único realmente interesado a llevar a buen puerto la iniciativa era el presidente. El final de aquella historia es conocido por todo el mundo y, como dijo el poeta, acaba mal.