A raíz de la muerte de Joseph Ratzinger se han prodigado las glosas sobre su personalidad y trayectoria, tan relevante en la Iglesia católica de los últimos sesenta años. En este mismo número de política&prosa Salvador Pié resigue la vida de Ratzinger destacando tres etapas: la del teólogo prestigioso, la de prefecto de la Congregación de la Fe nombrado por Juan Pablo II y la de obispo de Roma con el nombre de Benedicto XVI. Se trata de una mirada desde dentro, en clave eclesiástica, en la que se subraya la coherencia de su trayectoria, sin dejar de señalar sutilmente los aspectos más controvertidos, especialmente durante la etapa de guardián de la ortodoxia católica, como el enfrentamiento con la teología de la liberación y las reticencias con el ecumenismo y el diálogo interreligioso.
Otros autores —como Andrés Ortega (elDiario.es, 4-1-23)— han subrayado las dificultades para gobernar la institución eclesial en momentos críticos, o la opacidad sobre los motivos de su renuncia al papado, respecto a la cual José Antonio Zarzalejos (El Confidencial, 1-1-23) ha comentado que «la historia más difícil y especulativa de todas es la de la Iglesia católica. Joseph Ratzinger ha contribuido a que la nebulosa de su propia trayectoria como pontífice haga más densa la niebla sobre acontecimientos convulsivos en la Santa Sede. Él ha muerto en paz, pero nos ha dejado muchas incertidumbres e inquietudes».
No obstante, la personalidad y la obra de Ratzinger trascienden el ámbito estricto de la Iglesia católica, sobre todo cuando ha interpelado y se ha confrontado sin temor con el mundo y el pensamiento secular desde una fuerte convicción en su verdad y con una sólida preparación teológica y filosófica. En este sentido, se puede considerar a Ratzinger como un intelectual europeo influyente, con voluntad de intervención pública, que contrasta con la indigencia cultural de buena parte del mundo católico occidental. Esta faceta de Ratzinger ha sido reconocida y respetada por algunas figuras relevantes del pensamiento europeo, con algunas de las cuales llegó a dialogar y confrontarse. Para Antonio García Santesmases (TheObjective, 1-1-23) «los que nos consideramos defensores de un pensamiento laico, y suscribimos una posición agnóstica debemos reconocer que hemos tenido pocos adversarios tan agudos como el hombre que tras años de silencio acaba de fallecer».
Se le puede considerar como un intelectual europeo influyente, con voluntad de intervención pública, que contrasta con la indigencia cultural de buena parte del mundo católico occidental.
Huelga decir que esta consideración de Ratzinger está en las antípodas de la caricatura barata que ha hecho de él un cierto progresismo banal, como ha apuntado Antoni Puigverd (La Vanguardia, 4-1-23): «las izquierdas culturales, abanderadas de una razón que, en plena posmodernidad, presentaba (y presenta) muchos síntomas de fatiga, en lugar de preguntarse “¿qué dice este líder mundial?”, prefirió el panfleto: “¿Escuchar a un inquisidor? ¡Ni hablar!” Ahora, en el momento de su muerte, además de inquisidor lo han tratado de pederasta».
Una misión titánica
El intelectual europeo Joseph Ratzinger se planteó una misión titánica: revertir la secularidad que impregna la cultura occidental, partiendo, sin embargo, de una posición realista que reconoce la inviabilidad de una recristianización masiva del mundo occidental en el marco pluralista de las democracias. Según Marcello Neri (il Mulino, 1-1-23), Ratzinger «en nombre la pureza de la afirmación de la fe, creía en una supremacía sobre la interpretación del mundo. Pero también supo reconocer la imposibilidad de hacerlo efectivo». Así, su propuesta consistió en trabajar tenazmente para fortalecer la presencia cristiana a partir de una activa minoría que actuase como un fermento dentro de un medio hostil, «una minoría cognitiva en una era neopagana». Todo un proyecto cultural, filosófico y político para Europa, que se ha interpretado como una corrección del optimismo con que el Concilio Vaticano II planteó la relación de la Iglesia católica con el mundo secular. O si se quiere, como un reactivo a lo que los críticos con el Vaticano II consideraban la decadencia, el cansancio o la rendición de la Iglesia ante la secularización imparable.
Propuso un diálogo entre la fe y la razón, con el convencimiento de que existían unos principios y unos valores compartidos por las esferas religiosa y secular.
Al servicio de este designio, Ratzinger elaboró una construcción intelectual que tomaba como punto de partida un cuestionamiento del optimismo del ideal de la Ilustración y de la razón moderna. Una crítica de la cara oculta del progreso compartida por muchos pensadores de matriz ilustrada, como los de la Escuela de Frankfurt. Desde esta premisa, Ratzinger propuso un diálogo entre la fe y la razón, con el convencimiento de que existían unos principios y unos valores compartidos por las esferas religiosa y secular, una moral natural, en definitiva, sobre la cual edificar la ciudad secular. Una posición abiertamente contraria al relativismo liberal y que plantea claramente la cuestión prepolítica de cuáles son los fundamentos de la democracia. Una cuestión pertinente que Andreu Jaume reformula así (The Objective, 15-1-23): «… ¿no deberíamos preguntarnos de dónde viene nuestra concepción de los derechos humanos, la distinción entre el bien y el mal y en última instancia nuestra idea de justicia?»
Como si Dios existiera
Simplificando mucho, la propuesta de Ratzinger aspiraba a revertir el principio de et si Deus non daretur (como si Dios no existiera) formulado por Hugo Grotius en el siglo XVII y que inspira las relaciones entre religión y política en las sociedades liberales, y sustituirlo por el principio veluti si Deus daretur (como si Dios existiera) como rector de la esfera pública.
Con este propósito son relevantes los diálogos que mantuvo con Jürgen Habermas (enero de 2004) y con Paolo Flores d’Arcais (septiembre de 2000), de los que se desprenden dos actitudes muy diferentes. Habermas se ha mostrado receptivo a admitir el papel de la religión en la ciudad secular, adoptando la perspectiva de una era postsecular como, por ejemplo, en su última obra (Otra historia de la filosofía, aún no traducida al castellano o al catalán), donde afirma que «sería injusto excluir la religión del debate público en las sociedades secularizadas del presente, porque la religión sigue siendo la gran fuente para la dotación de sentido»; o también cuando escribe que «las creencias religiosas y sobre todo la religiosidad intelectual, como la propuesta por Kant y Hegel, promueven un freno a la hybris —el orgullo, la soberbia y la desmesura—, una limitación a los designios humanos de dominación y explotación totales del universo» (reseña de H.C.F. Mansilla en Claves núm. 286, enero-febrero 2023).
Se puede considerar a Ratzinger como un referente central de las guerras culturales que se libran en la Europa de hoy.
Por el contrario, Flores d’Arcais, aun reconociendo el coraje intelectual y la afabilidad personal de Ratzinger, lo considera como un «afable Papa oscurantista y enemigo declarado e implacable de la modernidad» por su propósito de intentar «restaurar la fe en el lugar de la razón, que, mientras tanto, ha cambiado de la razón de estado a la razón tot court, ciencia más igualdad democrática, haciendo pasar la doctrina moral y social católica, un subproducto de una fe específica, como Ley Natural, Razón universal. Que, por tanto, se aplicará erga omnes, a creyentes y no creyentes, por la fuerza de la ley secular. La antigua reivindicación del Santo Oficio vestida de terminología contemporánea» (MicroMega, 4-1-23).
Raíces cristianas de Europa
Desde esta perspectiva, se puede considerar a Ratzinger como un referente central en las guerras culturales que se libran en la Europa de hoy (Gorka Larrabeiti a CTXT, 9-1-23) y de las cuales ha sido un ejemplo la polémica sobre la posible mención de las raíces cristianas de Europa en el preámbulo de la non nata Constitución Europea, como ha recordado oportunamente Josep Maria Ruiz Simon (La Vanguardia, 17-1-23): «la querella en torno a la no mención de las raíces cristianas no fue un entretenimiento banal para historiadores, sino una disputa sobre el papel que debía interpretar la religión en la política europea y sobre si su reconocimiento como parte esencial de la identidad histórica de Europa podía dar alas a ciertas pretensiones eclesiásticas de tutelar la concordancia entre la interpretación de los derechos de los ciudadanos europeos y unos “valores de la UE” predefinidos como cristianos. Seguramente este es uno de los motivos por los cuales tiende a pasar desapercibida la articulación de aquella querella con las presentes batallas culturales de la extrema derecha ultraconservadora, que quiere poner la cuestión de la identidad en el centro del debate político y convertir la religión en el núcleo de esta identidad».