Referente de la historia agraria, Ricardo Robledo (Lumbrales, 1946) ha vivido siempre a caballo entre Cataluña y Castilla. Instalado en Barcelona como profesor visitante de la UPF (2016) poco después de su jubilación como catedrático en la Universidad de Salamanca, combina el papel de abuelo de sus nietos catalanes con la investigación y la divulgación. Así, a sus casi 200 publicaciones acaba de sumar La tierra es vuestra (Pasado&Presente, 2022), mientras dirige, desde 2018, el influyente blog Conversación sobre la historia.
De Salamanca a Barcelona, vía Madrid
Provengo de un ambiente familiar humilde. Hice mis primeros estudios, interno, en el Seminario de Ciudad Rodrigo y, al descubrir que no tenía vocación, me fui a Madrid, donde podía simultanear la Universidad con trabajos de supervivencia. Llegué a la Autónoma madrileña en 1968, donde el referente era Miguel Artola y donde, sobre todo, sintonicé con un Antoni Juglar en plenitud intelectual y física. Él me descubrió que existían otras Españas, que había una forma más sistematizada de aproximarse a las grandes cuestiones históricas, y que, en la Autónoma de Barcelona (UAB), era posible escoger el plan de estudios. Me convenció y el segundo año ya lo cursé allí.
En la UAB todo era diferente. Encontré un profesorado en el que, con la excepción de Carlos Seco Serrano, dominaba el rojerío, con gente como Jordi Nadal, Jaume Torras, Josep Termes, Ramon Garrabou, Josep Fontana… Lisa y llanamente: lo mejor de la escuela Vicens Vives lo encontré allí. Disponíamos de clases con pocos alumnos en las que, por ejemplo, Nadal nos presentaba el borrador de su clásico El fracaso de la revolución industrial en España (Ariel, 1975).
El oficio de profesor de historia
Mi vida cambia, primero, por la obtención de una beca predoctoral del Banco de España (1974-75) y, segundo, por el inicio de mi trayectoria como docente ya más o menos estable. Al principio, y de la mano de Garrabou, entré de profesor en el ICESB (Institut Catòlic d’Estudis Socials de Barcelona) (1974-76), donde, juntamente con Joaquim Nadal, enseñábamos historia social y política a trabajadores dispuestos, después de su jornada laboral, a escuchar los fundamentos del materialismo histórico. En paralelo, ya como ayudante, también había empezado a dar clases en el Col·legi Universitari de Girona (1976-79), sustituyendo a Jordi Maluquer. En Girona se impartía una historia económica no puramente cuantitativa, sino todavía regida más por la mirada histórica y social.
Estas dos experiencias me prepararon para el aterrizaje —siguiendo de nuevo los pasos de Maluquer— en la Escola Universitària d’Estudis Empresarials de Sabadell (1979-84). Durante aquellos años, me dediqué de lleno a la docencia y a hacer crecer el centro. Conseguimos transformar la antigua Escola de Comerç en un auténtico núcleo de estudios económicos y empresariales, con incorporaciones de gente como Arcadi Oliveres. Allí llegue a catedrático de Escola Universitària (1980) y, como ya pertenecía al Departament d’Història Econòmica, doy el salto la UAB como titular (1986).
De una tesis pionera a especialista en historia agraria
Mi tesis (1978) empezó infringiendo la ley porque se basaba en registros notariales supuestamente preservados durante cien años. Pero, en una muestra de la importancia de las relaciones personales, un vecino de mi pueblo, archivero de los protocolos de Ciudad Rodrigo, me dejó acceder a ellos sin limitaciones. A partir de una información básicamente cualitativa y aislada como eran los contratos de arrendamiento, extraje una cuantitativa y seriada que me permitió hacer la primera serie histórica de renta de la tierra en Castilla desde finales del XVIII hasta 1930. Así, reconstruí cómo afectó la primera globalización al campo, la tierra y los terratenientes. Contra el lamento de los grandes payeses arruinados, demostraba que la crisis agropecuaria en España fue muy limitada y selectiva.
Obviamente, había que especializarse para competir y no todo el mundo podía hacerlo, pero los terratenientes resistieron y, después de una década, la renta de la tierra tomó vuelo y llegó prácticamente hasta la Primera Guerra Mundial. El gran rentista solo perdió en dos momentos: al final del antiguo régimen, cuando con las desamortizaciones se diezmaron las tierras de la Iglesia, y con la Segunda República, cuando se promovió la revisión de rentas. Había, además, derivadas interesantes de carácter demográfico, ya que la crisis finisecular tenía un vínculo directo con la emigración a América. Es decir, aquí encontrábamos los orígenes de la España despoblada.
La especialización de la historia agraria en los años 80 es un ejemplo de ruptura de paradigma y de creación de un grupo influyente desde abajo. Esta primera y heterogénea red cristalizó en la mejor revista académica indexada durante muchos años: Historia agraria. La cabecera se caracterizó por su apertura tanto hacia el exterior —los grandes debates internacionales— como hacia territorios de frontera del conocimiento.
Eso no significaba que hubiera unanimidad, sino fomento de los espacios de disensión y conocimiento, como entre quienes consideraban que la topografía y la climatología condicionaban en buena medida la mecanización y las posibilidades de mejora, y los que señalaban que eso no lo explicaba todo, olvidaba a la gente y fijaba una visión excesivamente benevolente respecto al impacto social. Al centrarlo todo en el propietario, solo hablábamos de rendimiento, sin tener en cuenta la desigualdad social que lo sustentaba. Era como decir que con otra distribución de la tierra, la situación habría sido la misma. Y eso no era así.
Volver a Salamanca en 1991
Visto en perspectiva, ganar la cátedra de Historia Económica (1992) y poder crear una facultad y un departamento era una oportunidad única… y así lo encaré, inspirándome en el modelo de Bellaterra: economía sí, pero con historia económica. Por suerte, allí me encuentro con David Anisi —un muy buen teórico en economía— y con Vicente Donoso —número uno en economía internacional—, con quienes formo el equipo base de un modelo bien integrado, interdisciplinario y con mucha actividad paralela.
Historiar Salamanca
Mi primera aproximación histórica, ya no agraria, la hago en el período de la guerra de la Independencia. Quizá mi aportación más relevante sea Viaje por España y Portugal (Caja Duero, 2008), donde recuperaba unas láminas comentadas por el clérigo William Bradford con una capacidad evocadora y analítica excepcional. También fue un libro posible porque entonces disponíamos del mecenazgo de las obras sociales de las cajas y de fundaciones, que hacían viable desde la recuperación, en complicidad con Ernest Lluch, de la historia del pensamiento económico de la Escuela de Salamanca, hasta la organización de encuentros internacionales sobre el primer liberalismo con la participación de todos los grandes nombres del momento.
Más problemático fue historiar el siglo XX salmantino, como comprobé cuando el catedrático de Medieval José Luis Martín me encargó coordinar los dos volúmenes de contemporánea dentro de su proyecto de una Historia de Salamanca enciclopédica abierta y diferente. Siguiendo el modelo de la Història de Catalunya d’Edicions 62, hice una aproximación al XIX de Salamanca para analizar el desarrollo del mercado interior estudiando la economía a través de sus agentes y de las articulaciones sociales.
Más polémico todavía fue el del siglo XX, ya que incluía la primera serie documentada sobre los muertos en la Guerra Civil, a cargo de Santiago M. López y Severiano Delgado. Al publicarse, el entonces alcalde, Julián Lanzarote —recordado por patrimonializar «los papeles de Cataluña»— se desdijo de la presentación por una fotografía en la que aparecía gente con el brazo en alto: entre ellos, Marcelo Fernández Nieto, alcalde entre 1969 y 1971, y padre de Alfonso Fernández Mañueco, actualmente presidente de la Junta. El secuestro temporal del volumen del siglo XX provocó un efecto Streisand. De algún modo, se demostraba que era posible: con dificultades, pero era posible.
Historia de los heterodoxos
Los heterodoxos me interesan porque suelen situarse en el límite del abismo. Y si las ciencias avanzan, es porque ponemos a prueba las fronteras del conocimiento. Incluso en el ambiente históricamente cerrado de Salamanca, los heterodoxos acaban encontrando grietas por donde penetra la luz. Siempre hay un proceso de absorción de conocimiento. España no está nunca del todo aislada. Sucedió, como pude estudiar, con Ramón Salas (La Universidad Española de Ramón Salas a la Guerra Civil, Junta de Castilla y León, 2014) y con Filiberto Villalobos (Sueños de concordia, Caja Duero, 2005).
La tierra es vuestra. ¿Seguro?
Si hacemos caso a los teóricos sobre el origen de la propiedad, la respuesta es afirmativa. Pero todo es siempre más complejo. Durante la redacción de mi libro, me di cuenta de la fortaleza de paradigmas como el establecido por Edward Malefakis (Reforma agraria y revolución campesina en la España del siglo XX, Ariel, 1972) y de la inercia de la miedosa mediocridad intelectual. La obra del estadounidense adolecía de inexactitudes cuantitativas y cualitativas evidentes.
Por ejemplo, cuando daba los datos sobre propiedad de tierras registradas en 1933, no parecía sorprenderse de que Cataluña encabezara el número de registros inscritos, pese a que eso cuestionaba toda su teoría sobre los miedos y los efectos de la reforma agraria en la España latifundista y, en cambio, evidenciaba la potencia del movimiento rabassaire catalán. Además, aun siendo un referente, Malefakis también es un historiador ambiguo, cuyas posiciones liberal conservadoras conviven con descalificaciones hacia la República. No es de extrañar que, años más tarde, sea considerado un clásico por los revisionistas.
No era la tierra sino el respeto
La reforma agraria ya disponía del mejor proyecto posible el 22 de julio de 1931, pero no se puso en marcha porque los dirigentes se asustaron ante un reto enorme que debía incluir también una reforma fiscal. Al gobierno republicano le faltaba tiempo, dinero y medios, y necesitaba una respuesta inmediata para superar un mientras tanto con levantamientos jornaleros. De aquí surgió el plan de obras públicas de 340 millones de pesetas sobre un presupuesto global de 4.000. Era una cuestión de coste de oportunidad: el gasto público evitaba la revolución y daba una salida rápida a las demandas más urgentes.
La reforma agraria se desplegaba lentamente y con el boicot de la patronal agraria y de los propietarios medianos. Porque no se trataba solo de una cuestión económica, sino también de cambio jerárquico. Los terratenientes se quejaban entonces de que se les había perdido el respeto, que ellos interpretaban como sometimiento, pero que para los jornaleros estaba teñido de humillación. Por eso hay que entender los conflictos del período como una lucha por el reconocimiento. Casos como el de Casas Viejas no representan solo una lucha por la supervivencia —que también—, sino sobre todo por la dignidad. Porque, hartos de vivir de limosnas, querían labrar la tierra. Seguir el hilo del reconocimiento puede darnos pistas menos materialistas sobre las raíces profundas de lo que sucedió en España.
Ni reforma agraria, ni reforma fiscal
Las clases dirigentes preferían un Estado barato e ineficiente, y no caro y eficiente. De ahí que hicieran fracasar cualquier reforma, fuese cual fuese el régimen que lo impulsara. Por eso la reforma fiscal no se hace hasta 1978 y la agraria se «soluciona» con las posteriores grandes olas migratorias. En Europa, la despoblación del campo fue más lenta y progresiva. En cambio, en España, el descarrilamiento de la reforma y la ruralización fruto de la autarquía retrasaron la migración y, cuando esta se produjo, fue un estallido más concentrado e intenso. Buena parte de la actual desertización tiene sus orígenes en aquella fracasada reforma y en el desarraigo repentino posterior.
Un libro que le marcó…
Aparte de los de Vicens Vives y su escuela, recuerdo La España imperial de John H. Elliot (Vicens Vives, 1963). Era un libro que, como otros, tenía muy subrayado, muy interiorizado. Volúmenes que, con mi traslado a Barcelona, han quedado integrados en el fondo de la UPF.
… y un libro para quien empieza
Yo le diría que leyera La historia de Fontana (Salvat, 1974), por su capacidad de síntesis, porque no ha quedado condicionado por la coyuntura y porque trata al lector como a un adulto y no se abstiene, cuando hace falta, de introducir a autores tan relevantes como Gramsci. O para citar a un autor extranjero, La democracia de Luciano Canfora (Crítica, 2004).