Desde que los tanques rusos invadieron Ucrania, sopla un fuerte viento ultraconservador en Europa. En abril de 2022, empujado por el frío košava que proviene de los montes Cárpatos, Viktor Orbán ganó por goleada las cuartas elecciones consecutivas, consolidando aún más si cabe su poder en Budapest. A pocas semanas de distancia, impulsada por un intenso mistral, Marine Le Pen superaba el 40% de los votos en la segunda vuelta de las presidenciales francesas, allanando su camino para llegar al Elíseo en 2027. Excepto en Eslovenia donde Janez Janša, aprendiz del autócrata húngaro, acabó derrotado por una coalición progresista, las extremas derechas o unas derechas mainstream muy radicalizadas han tenido siempre el viento a favor, fuese este el cálido siroco que empapa Italia o el imprevisible meltemi que, generado en los Balcanes, barre todo el mar Egeo. Así, Giorgia Meloni, Aleksandar Vučić y Kiriakos Mitsotakis triunfaron en Roma, Belgrado y Atenas. En el extremo norte del continente, los efectos del gélido buran proveniente de los Urales, fueron aún más evidentes. En Riga y Helsinki se formaron ejecutivos de coalición entre conservadores y ultraderechistas, mientras en Estocolmo, la derecha tradicional decidió romper el cordón sanitario ante la extrema derecha, aceptando el apoyo externo de los Demócratas de Suecia, fiel de la balanza para la estabilidad del ejecutivo.

En ámbito local las cosas no han ido diversamente. Baste recordar el exploit del partido de los agricultores en los Países Bajos que ha convertido a la desconocida Caroline van der Plas, abanderada del negacionismo climático, en la ganadora de las elecciones regionales del pasado mes de marzo o la conquista de los dos primeros municipios por parte de Alternativa para Alemania en los länder del este del país germano. Los resultados del 28M en España confirmaron esta tendencia con una arrolladora victoria de las derechas y el ingreso de Vox en los gobiernos de cuatro autonomías (Comunidad Valenciana, Extremadura, Aragón y Murcia) y más de un centenar de municipios en coalición con el PP. La ventisca se había transformado en un tornado que estaba barriendo toda Europa y tenía repercusiones incluso más allá, entre el retorno, de la mano de los ultras sionistas y ortodoxos, de Benjamin Netanyahu al poder en Israel y la enésima victoria del sultán Recep Tayyip Erdoğan en Turquía.

 

¿Ráfagas o tendencia?

Ahora bien, si la tendencia es evidente, conviene también hacer un poco de memoria. No es que en la década anterior estuviésemos viviendo en una balsa de aceite. Impulsados por el aumento de las desigualdades, la reacción cultural a los cambios que se han dado en nuestras sociedades y la crisis de las democracias liberales, los partidos de extrema derecha obtuvieron resultados inimaginables hace tan solo treinta años. De formaciones situadas a los márgenes de los sistemas políticos se han convertido en actores centrales, superando el 20% de los votos y llegando al gobierno de diferentes países europeos. En 2010 Viktor Orbán se hacía con el poder en Budapest y en 2015 Andrzej Duda conseguía lo mismo en Varsovia, emprendiendo ambos un camino a marchas forzadas hacia la creación de regímenes iliberales. En 2016 el Brexit ponía patas arriba el Reino Unido, mientras que en el bienio siguiente la extrema derecha entraba en los Consejos de Ministros en Viena y Roma. Mientras tanto habíamos tenido la inesperada victoria de Donald Trump frente a Hillary Clinton en Estados Unidos: el tsunami había llegado claramente hasta Europa y más allá, como demostró que un outsider como Bolsonaro se convirtiese en presidente de Brasil.

No obstante, se había tratado, si se quiere, de unas ráfagas –poderosas, no cabe duda de ello– en medio de las cuales se habían dado también momentos de cierta calma. No solo Macron había frenado el avance de Le Pen en Francia en 2017, sino que en Austria e Italia la extrema derecha acabó en poco más de un año fuera de los gobiernos, mientras en España, Portugal y, más tarde, Alemania, la izquierda ganó las elecciones, dando paso a la formación de ejecutivos progresistas. Asimismo, al otro lado del charco, Joe Biden derrotó a Trump.

A los ultraderechistas les conviene meter un pie en la Comisión Europea e intentar mandar en Bruselas

Si volvemos pues a finales de 2020 y principios de 2021, coyuntura marcada, no lo olvidemos, por la crisis del Covid-2019, en el horizonte no se veían ni huracanes ni ciclones. Se repetía con cierta naïveté que el virus nacionalpopulista se encontraba en horas bajas y la convicción generalizada era que a medio-largo plazo las aguas habrían vuelto a su cauce. Supuestamente, la pandemia había demostrado que la gente se había cansado de los flautistas de Hamelin y pedía líderes que supiesen gestionar de veras la complejidad de un mundo globalizado. Además, la UE se había redimido de sus pasados errores, aprobando un plan multimillonario, el Next Generation EU, que venía a cortar la hierba bajo los pies de las extremas derechas que hasta aquel entonces habían surfeado la ola euroescéptica. Aunque siempre imprevisible, el futuro parecía menos negro de lo que se había temido.

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¿Qué ha cambiado ahora?

La guerra en Ucrania, cuyo fin no se vislumbra cercano, ha cambiado las cosas. Las consecuencias económicas del conflicto han complicado notablemente la recuperación post-pandémica. Las sanciones a Moscú han generado una crisis energética de notables proporciones que ha golpeado especialmente los países más dependientes del gas ruso: hace unos meses Alemania, motor de la economía europea, ha entrado en recesión técnica. Y la inflación ha superado los dos dígitos, impactando sobre el nivel de vida de las clases populares y medias. Además, los tambores de guerra suelen crear un clima favorable a las ideas conservadoras y los hombres fuertes, considerados, en medio de una creciente incertidumbre, algo así como un seguro de vida o, por lo menos, un mal menor, por más que sean justo lo contrario.

Sin embargo, no es solo el contexto bélico lo que explica ese viento ultraconservador que está barriendo el continente europeo. Por un lado, las causas del avance de las ultraderechas en las últimas décadas –aumento de las desigualdades, achicamiento de la clase media, precarización del trabajo, ruptura del ascensor social, reacción cultural a fenómenos como la inmigración o la ampliación de derechos, aumento de la desconfianza de la ciudadanía hacia las instituciones, etc.– siguen ahí y no se han resuelto. Por el otro, ha habido cambios nada desdeñables dentro del heterogéneo mundo de las derechas. In primis, la extrema derecha se ha dado cuenta de que si quiere realmente tocar poder y, sobre todo, consolidarse como fuerza de gobierno, necesita matizar algunas posiciones. Así, excepto algún caso, el euroescepticismo puro y duro ha pasado a mejor vida. No es que los partidos ultraderechistas se hayan descubierto improvisamente europeístas: sencillamente, han entendido que la ventana de oportunidad abierta por el Brexit se ha cerrado. Consecuentemente, más que desmembrar a la UE, como proclamaban eufóricos Le Pen y Salvini hace poco más de un lustro, a los ultraderechistas les conviene meter un pie en la Comisión Europea e intentar mandar en Bruselas porque una Unión empática con sus posiciones ni sancionaría a los ejecutivos ultraderechistas que ponen en jaque el Estado de derecho ni “impondría” medidas con las cuales no comulgan, como las políticas verdes o feministas.

Asimismo, la extrema derecha, o al menos buena parte de ella, ha entendido que las simpatías hacia Putin la dejan claramente en fuera de juego, sobre todo tras la invasión de Ucrania. Ya no son tiempos de dejarse fotografiar con la camiseta del autócrata ruso en la plaza Roja de Moscú. Es mucho mejor hacerse los abanderados del atlantismo, sea esto convencimiento, como lo es para los polacos y los bálticos, rusófobos por razones históricas, sea esto pragmatismo, como para Meloni o Vox. Lo importante es mantener relaciones cordiales con Washington, mande quien mande al otro lado del Atlántico. Y, sobre todo, facilitar el entendimiento con la derecha mainstream. Porque aquí está el quid de la cuestión.

A finales de verano de 2023, la ultraderecha gobierna en solitario o en coalición con los conservadores en seis países de la UE

De hecho, la extrema derecha ha entendido que en la mayoría de los países no puede llegar al gobierno en solitario. Necesita aliados. Al mismo tiempo, los conservadores han entendido que con un competidor tan fuerte a su derecha le quedan solo dos opciones: o bien las grandes coaliciones con los socialdemócratas o bien una alianza con los ultras. Y lo segundo es lo que ha pasado en los últimos tiempos cuando los cordones sanitarios han pasado a mejor vida como si de un estorbo se tratase. El caso español con un PP radicalizado que le ha abierto de par en par las puertas a Vox es paradigmático en este sentido.

 

El plan Meloni-Weber

Mirando las cosas desde una perspectiva maquiavélica, la estrategia no les ha salido mal ni a los unos ni a los otros. A finales de verano de 2023, la ultraderecha gobierna en solitario o en coalición con los conservadores en seis países de la UE (Hungría, Polonia, Italia, Finlandia, República Checa, Letonia), además de Suecia donde los apoya externamente tras la firma de un acuerdo programático. Excepto el caso húngaro, se trata siempre de miembros de los Conservadores y Reformistas Europeos (ECR), el grupo liderado por los polacos de Ley y Justicia y presidido por Giorgia Meloni. El tema no es baladí ya que la vulgata presenta a los partidos de ECR como más moderados frente a los de Identidad y Democracia (ID), donde se sientan Salvini, Le Pen, los austriacos o los alemanes. En realidad, las diferencias ideológicas y programáticas son más bien relativas o directamente inexistentes, excepto por el posicionamiento geopolítico. En el ECR se profesa la religión atlantista. No es casualidad que el Partido de los Finlandeses haya pasado de ID a ECR el día siguiente a las elecciones celebradas en el país escandinavo el pasado mes de abril, cuando se estaba empezando a fraguar la alianza de gobierno con los conservadores, y Finlandia, dicho sea de paso, estaba a punto de ingresar en la OTAN.

Detrás de todas estas dinámicas hay sin embargo un plan político coordinado por una longa manus, o mejor dicho dos, la de Meloni y la del presidente del Partido Popular Europeo (PPE), Manfred Weber. El objetivo es el de terminar de una vez por todas con las coaliciones entre populares y socialdemócratas en Bruselas y dar paso a un pacto entre PPE y ECR tras las elecciones europeas de junio de 2024. Eso será, sin duda alguna, el momento crucial. Meloni y Weber vienen trabajando en ello hace tiempo, como mínimo desde enero de 2022, cuando la conservadora maltesa Roberta Metsola fue elegida presidenta del Europarlamento. Weber, sobre todo, está librando una guerra, que ya no es subterránea, contra la misma presidenta de la Comisión Europea (CE), Ursula von der Leyen, miembro de su mismo partido, la CDU alemana. Y en todo este movimiento de piezas, Weber ha conseguido ganarse buena parte de los miembros del PPE como ha demostrado el voto de la mayoría de los populares contra la Ley de restauración de la naturaleza, que es una afrenta explícita al Green New Deal lanzado por la misma CE.

 

Madrid, pieza clave

La conquista de Madrid por parte de Feijóo debía mostrar que el viento ultraconservador era imparable. El líder del PP había aclarado sin tapujos ser parte de la operación: no solo mantiene relaciones excelentes con Weber, que apoyó a los populares en la cuestión de Doñana, sino que llegó incluso a apadrinar un futuro ingreso de Meloni en el PPE en una entrevista concedida en víspera de las elecciones. Sin embargo, el 23J los vientos han cambiado. Una fuerte e inesperada tramontana ha frenado la que parecía una fácil travesía hasta la Moncloa del barco de Alberto Núñez Feijóo coadyuvado por el marinero Santiago Abascal. La derrota de las derechas en España ha complicado, y mucho, los planes de Meloni y Weber, cuyos silencios tras el voto han sido atronadores.

¿Es esta la primera señal de que los vientos ultraconservadores se están apagando en toda Europa? Parece apresurado afirmarlo cuando las encuestas sitúan a Alternativa por Alemania por encima del 20% y al Partido de la Libertad de Austria, donde se vota en otoño de 2024, al 30%. Los próximos meses serán cruciales. Por un lado, habrá que ver si Pedro Sánchez consigue formar gobierno o si habrá una nueva batalla por Madrid en enero. Por el otro, en el calendario hay otros dos comicios importantes: los que se celebran en Polonia a mediados de octubre y los de los Países Bajos un mes después. En Varsovia, además, se libra una guerra dentro de la guerra con el popular Donald Tusk que intenta arrebatarle el gobierno a Mateusz Morawiecki, hombre fuerte del ECR. Habrá que ver también qué pasa en Berlín y París, donde Scholz y Macron viven tiempos muy difíciles. Quizás a Meloni y Weber el tiro les salga por la culata. O quizás se llegue a una solución muy a la europea con una nueva Comisión fruto de un acuerdo entre populares, socialdemócratas y liberales, como en el pasado, pero con algunos miembros del ECR que intentan entrar en la ecuación. No sería descabellado, sobre todo si la guerra en Ucrania continúa. La tormenta, en suma, no ha amainado. Más bien, estamos en el ojo del huracán.