¿Cómo se explica el éxito de Alcarràs y en qué medida afectará al futuro de su directora, Carla Simón? ¿De qué modo una película voluntariamente localista como esta ha podido conquistar al jurado del Festival de Berlín, donde se alzó con el Oso de Oro, y a la vez al público de toda España, con una recaudación de más de un millón de euros en solo diez días, toda una proeza para estos tiempos pospandémicos? Quizá no exista una sola respuesta para estas preguntas. Quizá se trate de una combinación de factores que tienen que ver con múltiples cuestiones.

Hay una tendencia neorrural y folclorista en el cine que se manifiesta poderosamente en determinada ficción fantástica, de Midsommar a El hombre del norte, y se reencarna con fuerza en el cine español independiente, cuyo portaestandarte hasta el momento, en este sentido, podría ser O que arde (2019), el film de Oliver Laxe que ganó un premio en Cannes y estuvo a punto de arrasar en los Goya y los Gaudí. Pero hay más. En un paisaje audiovisual progresivamente dominado por las plataformas y el cine en casa, entregado a la hipernarratividad de las series o los blockbusters, la aparición de un film sosegado y tranquilo, que se centra en una familia de payeses que viven al ritmo de las tradiciones, supone algo así como una simpática excentricidad, un evento que bien vale una visita a la sala oscura.

Y eso que Simón pretende todo lo contrario. Desde su propio título, Alcarràs quiere ser un relato centrado en lo próximo, lo cercano. La cineasta habla de lo que conoce, de las tierras de Lleida en las que una dinastía de agricultores se ve obligada a despedirse de su casa y de sus campos, terrenos que pronto van a sucumbir al imperio de las placas solares. El abuelo se entrega a la nostalgia. El padre se enfurece, se convierte en un tipo atormentado y violento. La madre intenta mediar, a veces sin conseguirlo. Y los hijos miran y transmiten al espectador aquello que ven, ya se trate del hereu o de las dos niñas pequeñas, cuyo punto de vista es adoptado más de una vez por la narración para dar a ver aquello que a los adultos se les escapa.

 

La última cosecha

También hay antagonistas, por decirlo de alguna manera: el tío que se ha puesto del lado del «progreso», que mira hacia el futuro de una manera muy distinta… La película no establece barreras, sin embargo, en ningún momento adopta una posición maniquea o parcial. Pues a Simón le interesa observar con paciencia qué sucede, en ese microcosmos, durante la última cosecha antes de la despedida. Y ello le permite introducir un regusto lírico, y hasta épico, que logra que Alcarràs termine desplegándose en múltiples niveles. De la pura observación casi documental se pasa así a la recreación poética, a la elegía y el arrebato que, por otro lado, nunca van a más, pues esta es una película siempre contenida, siempre en sus cabales.

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Cada plano, cada solución visual, están apoyados en un sólido conocimiento de la tradición cinematográfica.

Buena prueba de ello son los múltiples referentes a los que ha recurrido Simón para componer esta sinfonía rural. Se podría decir que cada plano, cada solución visual, están apoyados en un sólido conocimiento de la tradición cinematográfica. La estructura recuerda a la de El árbol de los zuecos (1978), la obra maestra de Ermanno Olmi, pero también a la evolución histórica narrada en Novecento (1978), de Bernardo Bertolucci. Los cielos y los paisajes remiten a las películas de John Ford o Terrence Malick, al western en general y también a Sam Peckinpah o Sergio Leone. Los rostros están sometidos a un severo proceso de estilización visual, sobre todo los infantiles, como sucede por ejemplo en las películas de Víctor Erice. Y el tratamiento de la cámara se inclina por modelos más contemporáneos que van desde Lucrecia Martel a Claire Denis.

 

Un film político

Podríamos continuar, y la propia cineasta ha reconocido en algunas entrevistas este método de trabajo. No se trata de mera imitatio, por supuesto, sino de tener en cuenta la herencia del cine para crear algo nuevo, para transformarlo en un estilo propio. Alcarràs avanza, de esta manera, con un ritmo y una cadencia que evitan siempre tanto los tiempos demasiado fuertes como los remansos alargados en exceso, que modulan un marco narrativo de gran sencillez en el que caben múltiples peripecias jamás dispersas, lo cual facilita que el film fluya de una manera muy personal, que la propia Simón ya había puesto en práctica en su ópera prima, Estiu 1993 (2017): se trata de una película colectiva que trata por igual a todos sus personajes, que no establece jerarquías ni entre ellos ni entre las escenas en las que intervienen, y cuya exactitud queda demostrada en la cuidadosa alternancia entre los momentos en que intervienen dos o tres o cuatro de ellos y aquellos otros cuyo protagonista es el grupo, la familia al completo.

Los cielos y los paisajes remiten a las películas de John Ford o Terrence Malick, al ‘western’ en general y también a Sam Peckinpah.

Pues estamos ante un film político, por mucho que a primera vista no lo parezca, que no se limita a reflejar la situación desesperada del agro catalán, ni a denunciar la desaparición de las labores y las costumbres tradicionales en beneficio de las nuevas formas de vida impuestas por el neoliberalismo y la economía de mercado. A veces ni siquiera hace eso, o lo hace con múltiples matices. Alcarràs quiere hablar de solidaridad, de la fuerza de lo colectivo frente a lo individual, y de ahí que su puesta en escena proceda una y otra vez a entrelazar personajes y situaciones, a no permitir que ni un solo elemento de la película funcione por sí solo, sino siempre —siempre— en estrecha simbiosis con todos los demás.

Por eso Alcarràs quiere demostrar que las películas también pueden formar parte de la vida, que en realidad son una prolongación de la personalidad de sus responsables, conjugada en primera persona del plural: el film no sería lo que es sin el coguionista Arnau Vilaró, la montadora Anna Pfaff, la fotógrafa Daniela Cajías, el elenco de actores no profesionales… o «La cançó del pandero», la tonada tradicional que el film utiliza como emblema.

Esa canción aparece en diferentes instantes de la película, minuciosa y estratégicamente repartidos, que culminan en la apoteosis final. Pues hay algo de contradictorio en Alcarràs, algo que hace que sus imágenes livianas y dinámicas choquen constantemente con una cierta impresión de rigidez. Eso ocurre cada vez que aparece la antedicha canción, que parece concebida para subrayar determinados momentos de melancolía o exaltación. O también en los episodios relacionados con los conejos, como si el film quisiera aludir, con esta y otras presencias, al lado oscuro de la naturaleza, compensando así la declinación claramente lírica del relato.

 

Una precaria estabilidad fascinante

Las alternancias entre los distintos grupos filmados por la cámara, incluso en el modo en que se relacionan entre escena y escena, parecen igualmente, a veces, demasiado mecánicos y autoconscientes, en exceso pensados y planificados. Existe en la película, por lo tanto, un enfrentamiento entre su vocación de espontaneidad y un cierto exceso de construcción. Por momentos es como si todo estuviera demasiado en su sitio, excesivamente tocat i posat, a pesar de que se pretende todo lo contrario, y en contra incluso de la apariencia de improvisación que el film quiere adoptar.  

No acaba de hacerse del todo visible, entonces, que Alcarràs es también un film sobre las dudas que provoca el hecho de filmar la realidad, hasta el punto de que una incertidumbre tal hubiera debido formar parte en todo momento de su narrativa, de su puesta en escena, de su ritmo y de su tempo. Pues esa fragilidad y esa inseguridad son indiscernibles de la identidad fílmica de la película, que sin ellas no sería lo que es. Una precaria estabilidad, tan parecida a la de sus personajes, que acaba resultando fascinante cuando se da a ver sin ambages.