Empieza el nuevo curso y empiezan las temporadas musicales de clásica y ópera en los escenarios barceloneses. Decir que son conservadoras es quedarse corto. La necesidad de cuadrar las cuentas, que ya estaban maltrechas antes de la pandemia, y que el maldito virus no ha hecho más que agravar, puede ser una justificación, pero no explica la falta de imaginación de los programadores, que año tras año insisten en la fórmula de repetir obras del gran repertorio clásico y operístico, con el anuncio de grandes nombres, como si el goce de la música se limitara al mismo repertorio de hace más de cien o ciento cincuenta años, negando así la posibilidad de establecer relaciones y nexos con otras grandes obras y autores, anteriores y posteriores, cosa que siempre es enriquecedora. El dicho castellano de que «el hambre agudiza el ingenio» no se aplica aquí, no vaya a ser que salgamos malparados.
La temporada del Liceo es la más decepcionante de los tres grandes equipamientos. Ocho óperas representadas, cinco en versión de concierto, que de hecho son bolos de giras de orquestas, y un capítulo de once actuaciones variadas, en el que figuran recitales, un concierto de Jordi Savall, otros de la orquesta del teatro, los homenajes a Victoria de los Ángeles y Alicia de Larrocha, un Mesías y todavía otro Winterreise (¡lo acabaremos aborreciendo!). Es un programa que entra demasiado en modo «palau».
Con dos excepciones, las óperas representadas forman parte del canon más visto y requetevisto (Eugene Onegin, Turandot, Carmen, Un ballo in maschera, La cenerentola y Adriana Lecouvreur), mientras que la creación contemporánea se limita a Antony&Cleopatra, de John Adams, estrenada el año pasado en San Francisco, y Orgía, de Héctor Parra, con libreto de Calixto Bieito, basada en una obra teatral de Pasolini, para la cual, tratándose casi de una ópera de cámara, el Liceo no parece el marco más adecuado, aunque esté previsto que se doblen los catorce músicos que la estrenaron hace dos meses en Bilbao.