Este año se celebran 150 años de la inauguración del edificio histórico de la Universidad de Barcelona. Pese a la fachada de aspecto monacal, la construcción de una nueva sede fue una apuesta firme del régimen liberal para dotar a la ciudad de un edificio digno de los estudios universitarios, después de haber estado hospedados en el desvencijado convento del Carme (en el Raval) y después de haber sufrido la centenaria cautividad cerverina. Vista con perspectiva, la obra del arquitecto Elies Rogent es el triunfo más visible del liberalismo ochocentista. Junto con los Ayuntamientos y las Diputaciones, la Universidad es una de las instituciones isabelinoalfonsinas que mejor ha resistido el paso del tiempo.

Es muy difícil explicar el funcionamiento interno de un gigante como la Universidad de Barcelona a gente que no ha pasado por ella o que no ha trabajado en ella. Desde fuera, se tiende a sobrevalorar notablemente el peso de la política –entiéndase, la política de siglas– en la gestión universitaria. Desde dentro, en cambio, vemos la institución como un páramo de muñecas rusas, con compartimentos (las áreas y las secciones) dentro de compartimentos más grandes (los departamentos) dentro de receptáculos todavía más grandes (las facultades). Cada una de estas taifitas tiene sus normas de funcionamiento no escritas, derivadas de costumbres inveteradas, que pueden variar notablemente de una a las otras. Es lo que ácidamente el excolega Borja Bagunyà define como «el Funcionamiento» (con mayúscula) en su Unbildungsroman Los ángulos muertos (Periscopi, 2021). Pero, en este respeto casi religioso por las normas tradicionales residen, precisamente, los puntos fuertes y, al mismo tiempo, los puntos débiles de la institución, conservadora como ninguna otra.

En el campo específico de las Letras, el peso de la tradición ha sido más que notable hasta no hace mucho. La arquitectura funcional prevista por la Ley Moiano (1858) pervivió muchos años. Los cambios, cuando los hubo, no alteraron el Funcionamiento esencial y modificaron solo algunos aspectos específicos. Un primer momento de cambio se produjo en los años 20 cuando se incorporaron jóvenes profesores en buena parte formados en el extranjero gracias a la benemérita actuación de la Junta de Ampliación de Estudios: es entonces cuando se inician las actividades y las publicaciones de investigación científica y cuando se implantan los seminarios como parte integrante de la formación estudiantil. Muchos de los grandes nombres (Bosch i Gimpera, Xirau, Balcells) que brillaron en los años de la segunda República –momento en que la Universidad recibe el adjetivo de Autónoma– empezaron su trayectoria académica en la Universidad de los años 20.

En este respeto casi religioso por las normas tradicionales residen, precisamente, los puntos fuertes y los puntos débiles de la institución, conservadora como ninguna otra.

Con el advenimiento de la República, la institución vivió una intensa polarización, entre los partidarios de mantener el ancien régime –muchos de los catedráticos– y las nuevas hornadas que abogaban por la autonomía universitaria (que, a la postre, duro muy poco); también se dividió entre los partidarios del uso del catalán en las aulas y sus detractores. Por razones diversas, complicadas de explicar y donde intervinieron también factores estrictamente personales, no todo el mundo vio con buenos ojos la modernización que propugnaba el Patronato que gobernaba la casa. Ahora bien, en Letras, la autonomía sirvió para incorporar a gente (Pompeu Fabra, Carles Riba) que habría tenido muy difícil, por currículum académico, poder dar clases en la universidad alfonsina. También se profundizó en el sistema de seminarios y de cursos monográficos, al tiempo que se promulgaba un nuevo plan de estudios que comportaba mayor optatividad.

 

Represión tajante

Toda apertura se interrumpió de cuajo a raíz de la entrada de las tropas nacionales que ocuparon manu militari el edificio histórico en los últimos días de enero de 1939. La represión que siguió fue tajante; sobre el papel, no se salvó nadie: todo el mundo quedó suspendido de empleo y sueldo a la espera de la resolución de los expedientes personales de forma individual. Naturalmente, además de los personajes políticamente más significados, la derrota acabó con la trayectoria de la generación joven que tardó tiempo a volver a la Universidad (en algunos casos, no volvió nunca más). Fue también un momento en que, bajo el envoltorio político, se saldaron muchas enemistades derivadas de cuestiones personales o de rivalidades académicas, con total impunidad.

Por lo que respecta a Letras, la represión afectó notablemente a algunas áreas (la mitad de Filosofía, los estudios de Catalanística), pero en otras la continuidad quedaba asegurada porque los profesores de la franja superior, es decir, los catedráticos, se reincorporaron, sin muchas dificultades, al nuevo orden universitario. En Historia Antigua, la situación se resolvió como se pudo: el vacío enorme del rector Bosch i Gimpera, catedrático de esta área, quedó cubierto por su discípulo de confianza, Lluís Pericot, que ya trabajaba en la institución como docente de Historia Moderna y Contemporánea. En Latín, el catedrático Joaquim Balcells había muerto en Ginebra apenas estallar la guerra; quedaba Marià Bassols, que había pasado los años de la contienda bélica en zona nacional: como había sido nombrado catedrático por el Patronato, Bassols necesitó un concurso de traslado de su plaza de funcionario en la Universidad de Granada. Ahora bien, ejerció como único catedrático de Latín durante mucho tiempo y pudo hacer y deshacer, en colaboración con las nuevas autoridades académicas, dentro y fuera de la Universidad (Bassols fue uno de los puntales de la delegación del nuevo CSIC en Barcelona).

En Letras, la autonomía sirvió para incorporar gente (Pompeu Fabra, Carles Riba) que habría tenido muy difícil poder dar clases en la universidad alfonsina.

 

Enrarecimiento del clima intelectual

La situación en Griego fue más dramática porque al inicio del primer año académico de la posguerra (1939-1940) no quedaba en activo ninguno de los tres catedráticos: Carles Riba, que había sido nombrado catedrático por el Patronato, había marchado al exilio y no volvió nunca más a pisar, como docente, las aulas universitarias; de los dos catedráticos funcionarios de carrera, Lluís Segalà había muerto en los bombardeos del 1937, mientras que Josep Banqué i Feliu había sido jubilado en septiembre del 1939. La tabula rasa creada fue aprovechada para incorporar al padre Sebastián Cirac, personaje de gran erudición, formado en Alemania y amigo personal de José María Escrivá de Balaguer. A pesar de la continuidad en el ejercicio docente, el advenimiento del nuevo régimen comportó un notable letargo y enrarecimiento del clima intelectual del día a día universitario.

El funcionamiento no se vio alterado sustancialmente durante el franquismo; los cambios se produjeron en los últimos años con la promulgación del Plan Maluquer (1973) y la consecuente desmembración de la Facultad de Filosofía y Letras. Era una respuesta del tardofranquismo al incremento del número de estudiantes y al acceso creciente a la institución de las nuevas clases medias. La segunda parte de la respuesta fue la creación de la nueva Universidad Autónoma (1968), que conscientemente recuperó el nombre del precedente republicano. Con el advenimiento del régimen democrático, la Ley de Reforma Universitaria (LRU) significó la consolidación de las estructuras académicas y, sobre todo, la incorporación de una nueva masa de docentes, los antiguos penenes (el acrónimo de profesor no numerario), que vieron consolidada su posición laboral sin demasiadas exigencias.

La Ley de Reforma Universitaria significó la consolidación de las estructuras académicas y la incorporación de una nueva masa de docentes, los antiguos ‘penenes’.

Los poderes establecidos –sea de la administración central, sea de la administración autonómica– se han afanado en trasladar sus prioridades políticas a la Universidad, la cual ha tenido que defender, a menudo con la inacción ante los cambios, el aferramiento a su funcionamiento tradicional. La institución había tenido cierta autonomía en el fichaje de su personal, con prácticas decididamente endógenas a ojos de los críticos. Los poderes externos han querido poner topes a esta manera de hacer: tiempo atrás, con oposiciones a nivel estatal centralizadas en la capital del Reino; en tiempos más recientes, con el visto bueno, en forma de acreditaciones o habilitaciones emitidas por las oportunas agencias de calificación, que han puesto condiciones a la libre contratación de la Universidad, mirada siempre con desconfianza.

 

El Plan Bolonia

En tiempos todavía más recientes, las injerencias externas han afectado a la docencia y a la investigación. Hasta la implantación del Plan Bolonia y del sistema de créditos ECTS (2008), el docente era libre para determinar el temario de la asignatura y las modalidades de evaluación. Desde aquel momento, en cambio, las agencias gubernamentales velan –verifican en argot técnico– que todo esto responda a unos estándares mínimos de calidad. En la investigación, la claudicación universitaria ha sido total. Las iniciativas internas propias de la tradición de cada disciplina han sucumbido a los dictámenes de las agencias e instituciones gubernamentales que financian la investigación y que han trasladado sus prioridades a las convocatorias de investigación: la Universidad ha tenido que hacer suyos los condicionantes de unos agentes externos.

La institución había tenido cierta autonomía en el fichaje de su personal, con prácticas decididamente endógenas a ojos de los críticos.

Hasta cierto punto, esto es lógico, puesto que el contribuyente, a través de sus representantes, debe tener derecho a fijar la agenda investigadora y a fiscalizarla convenientemente. Ahora bien, estas agencias han aplicado una política de traje de la misma talla para todo el mundo, incorporando mecanismos de evaluación de la investigación propios otras latitudes. También han acabado imponiendo criterios propios de unas disciplinas –las llamadas científicas– a otras. En Letras, hemos visto cómo se nos pasaba a valorar en función de los papers, es decir, los artículos publicados en determinadas revistas (llamadas indexadas), en que cada contribución es evaluada previamente por un par de revisores anónimos (o ciegos). Esto no respondía ni a la práctica tradicional ni reflejaba la producción natural de estas disciplinas (que tradicionalmente tomaba forma de monografías, de libros de ensayo, de ediciones críticas y de traducciones). Las quejas han sido en vano y la apisonadora ha avanzado con contundencia. No tengo claro que esto se haya traducido en una mejora de la producción científica, medida en términos cualitativos (ciertamente, la avalancha cuantitativa sí que ha sido muy exitosa).

Las iniciativas propias de la tradición de cada disciplina han sucumbido a los dictámenes de las agencias e instituciones gubernamentales que financian la investigación.

 

Cultivar la grandeza de espíritu

Vivimos momentos de cambio en la Universidad. La promulgación de nuevas leyes y, sobre todo, el relajamiento de las restricciones presupuestarias que han castigado la enseñanza superior desde hace más de diez años permiten pensar que se podrá respirar con más alivio. Más allá del tópico de la trascendencia de los momentos históricos de cambio, ahora puede ser el momento de recuperar dosis de generosidad intelectual de la sociedad hacia la Universidad (y también viceversa). De puertas adentro y de puertas afuera, la institución tendría que volver a cultivar aquella controvertida virtud aristotélica, la megalopsychía, que traducimos normalmente como «grandeza de espíritu». Los adioses plañideros tienen que dar paso al «benvinguts passeu, passeu» de la conocida canción de Jaume Sisa, con un comportamiento más (auto)responsable y, sobre todo, con más altura de miras por parte de todos. La sociedad, que en definitiva nos paga, necesita una Universidad fuerte y libre que pueda alzar la voz exigente cuando la situación así lo requiera.